El día que me rendí con México
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Sin cuentos chinos

El día que me rendí con México

 


Lo vi partido en dos. En picada, en caída libre. Una escena que parecía sacada del Hombre Araña, con la (gran) diferencia de que no hubo ni súper héroe, ni final feliz. Las fotografías, los videos, los testimonios… todo trascendió el plano de lo ficticio para volverse una pesadilla en vida real. Estaba absorta mirando la imagen, una imagen que de pronto parecía haber capturado la realidad de todo el país.

Ser mexicano duele, esa es la verdad. Yo crecí en la frontera entre creer que México era país de héroes, cultura y tradición, y encontrarme con que detrás de cada letra y de cada color, había sangre y dolor. Sin embargo, ser consciente de que estas realidades transcurrían a unos metros de mí, oprimían mi pecho y, por alguna extraña razón, pasaban de ser coraje a ser motivo.

Quizás es porque he tenido la fortuna de no experimentarlos en carne propia, pero todos esos males que a mi México oscurecían, lejos de alejarme, sembraban en mí un compromiso. Daban luz a unas ganas inusuales de contribuir en son de una sociedad más digna, más justa. “Por algo Dios quiso que naciera aquí” me repetía (y a ratos aún me repito). Siempre he creído que quejarnos o bien, decir en alta lo que pensamos, conlleva una (gran) responsabilidad, y es que contrario a lo que nos han hecho creer, las palabras no se las lleva el viento, son, en cambio, peso que fortalece o derrumba. Espada que augura el triunfo o la muerte.

Lo ocurrido en la Línea 12 del metro hace poco más de una semana es, sin duda, una de las peores tragedias en la historia moderna de nuestro país. Un atentado, una burla, una manera soez de reiterarnos que el único incentivo de quienes nos gobiernan, es y siempre ha sido el poder, no quienes los pusimos ahí. Todo acto de violencia, corrupción, impunidad, negligencia o abuso de poder, suele detonar en mí un no sé qué que me dificulta sentirme en paz, pero ese día, y ese desafortunado evento, me hizo experimentar emociones que ni sabía que podía sentir. Ganas de gritar, de maldecir, y por primera vez en mi vida, de huir.

Pero, ¿y mi misión? ¿y ese compromiso que sentía con mi tierra? ¿a dónde se fue mi capacidad de convertir el horror en combustible? No lo sé. Solo sé que un par de noches después de la tragedia, mi mente no paró de cuestionarse el sentido de pelear una guerra que al parecer, ya estaba perdida. Ver que gente que se dirigía a dar un beso de buenas noches a sus familias, no pudo llegar por un descuido completamente evitable, me despojó de toda esperanza y pensamiento optimista. Me dio rabia, impotencia y lo peor de todo, me llevó a aterrizar en la tierra de las personas que siempre juzgué: los realistas. Y es que en este contexto, es cierto, ¿qué sentido tiene? Lo que pueda aportar será como poner una gota de agua fría en una taza de café pensando que lo va a refrescar; o como pretender sacar el agua que inunda mi patio a cucharaditas y mientras sigue lloviendo: inútil.

 

Entre estos vagos pensamientos nocturnos, incluso llegó uno que decía que para que en este país haya un gobierno que se rija con rigor e integridad, habría de caer un meteorito que nos fulmine a todos y obligue a otra especie a reconstruir la sociedad. ¿O hay una manera menos drástica de caminar contracorriente y en verdad avanzar?

Me costó unos días más desalojar este último pensamiento. Mi máquina de conversión de lo que me preocupa a lo que me ocupa estaba severamente averiada y no mentiré, hoy todavía no está totalmente reparada. No obstante, cuando estos pensamientos finalmente se cansaron de dar vueltas, hicieron espacio a otros más, unos que si bien ya no podían ser idealistas, sí me obligaban a reconfigurar mi mente, mi corazón y sobre todo, mis motivos. Sí, quizás no viva para ver a mi México florecer, pero nada jamás será peor que no intentar. Nada le daría menos brújula a mis días que quedarme entre lamentos, pesimismos y realismos. 

No importa que lo que hagamos no cambie radicalmente la dirección del país, o nos suponga el Nobel de la Paz, a veces, vivir en sociedad se trata de actuar por los espasmos de alegría que nunca sabes en cara de quién pueden terminar. En esos que tienen la posibilidad de desembocar en al menos una sonrisa, pero en una de esas que brillan tanto, que irradian, inspiran, y por lo  tanto, buscan replicarse. Las opciones son infinitas, las acciones, puntuales: involucrarnos, informarnos, participar. 

En unas semanas vendrá nuestro turno de hablar en las urnas, y aunque luego de presenciar actos tan ruines como el ocurrida en la L12, debemos entender que es nuestra única manera de gritar e incomodar. Girta por las más de 20 personas que en el metro fueron silenciadas. Grita por sus familias, grita porque no merecemos ser el país quebrado que vi retratado en esa burda escena. Grita para que cuando llegue nuestro momento de abandonar esta tierra, nos vayamos sabiendo que fuimos causa, que estuvimos del lado correcto de la historia, y que hasta el último aliento, intentamos. 

Twitter: @chinacamarena