Diles que no nos maten*
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Diles que no nos maten*

 


Tomando la expresión del cuento de Juan Rulfo (escritor mexicano): “Diles que no me maten”

Esta articulista se anima a elevar la voz (como muchas (os) compañeros lo hacen) por tantas mujeres compatriotas que vemos por las ciudades capitales de nuestro país; tras haber llegado de sus pueblos, solas o con sus parejas, para ver si en la ciudad tenían mejores oportunidades de conseguir trabajo. Y como no ha sido así, se sostienen mendigando una limosna entre los autos que circulan por calles y avenidas, o… sentadas sobre el piso de las banquetas céntricas, casi siempre con un bebé sostenido en el rebozo, junto a su pecho o en la espalda. Algunos (as) automovilistas les dan monedas, tal vez en alguna ocasión diez pesos. Y la pregunta imperiosa es ¿cómo crecerán esos niños y niñas, permaneciendo todos los días bajo el candente rayo de sol, o bajo la lluvia, según sea la variedad del clima en estos tiempos?

Y abrimos un paréntesis para mencionar algo de lo que ocasiona este inaceptable fenómeno: la sequía que acecha al país (y al mundo) por estar acabando con ríos, lagunas, lagos, zenotes, etcétera, al implantar negocios del propio país o extranjeros, gente que no considera la necesidad que existe de ese preciado líquido que es el AGUA. Y, lo peor está en la construcción ilimitada de edificios, residencias de lujo (no sólo respondiendo a la necesidad de un hogar), plazas comerciales por aquí y por allá, total si no se venden porque no tendrán agua, ya están construidas ¿y qué? Construcciones viales de un extremado costo, algunas de las cuales incluso se están eliminando al no haber tenido una planeación adecuada. Y tantas otras actividades innecesarias que suplen a las que verdaderamente hacen falta para evitar la continuidad del deterioro del planeta.

También hay euforia en las principales ciudades capitales por la construcción masiva de edificios de hasta 70 pisos, o más, que sobre todo son inaceptables por obstruir el paisaje que hacía de estas ciudades la admiración del mundo: “La región más transparente del mundo”, “La ciudad de los palacios”, se nombraba a la otrora hermosísima ciudad de México, visitada por propios y extraños para RECREARSE (así, con mayúsculas) al caminar por sus esplendorosas y bien trazadas calles y avenidas. Y sus recintos, que daban esplendor a la propia ciudad, como el admirable Palacio de Bellas Artes, el Palacio de Gobierno, el edificio de Correos: sí, el correo, lugar al que, en cada ciudad, se acudía para enviar cartas, postales, paquetes… con sus respectivos timbres (de colección, varios de ellos) que esperaban ansiosamente, muchos de los remitentes, la respuesta, fuera sentimental, amistosa o el envío de un comprobante para retirar las esposas o compañeras de los que se fueron “al otro lado”, el dinero para subsanar apremiantes necesidades. Y… el Castillo de Chapultepec, donde aquellos gloriosos Niños Héroes prefirieron arrojarse al vacío, envuelto uno de ellos en la preciada bandera, antes que entregarla al enemigo invasor.

Y así en cada ciudad de nuestro país hay aún muchas muestras valiosas de lo que en otro tiempo orgullecía a todo mexicano (a).
Les cuento a mis amables lectores: En la ciudad de Guadalajara, también hace algunos años, las casas se disfrutaban pues eran enormes (rentadas por la clase media, que ganaba lo justo, aclaro) y niñas y niños vivíamos a nuestro antojo, pues invitábamos a hijos e hijas de nuestros vecinos, y compañeros de escuela, a celebrar nuestros cumpleaños, o simplemente jugábamos por las tardes fuera en el patio, o huerto, de la casa de los anfitriones, o en plena calle, juegos como “encantados”, “la traís”, o entre otros más, al burro, aunque con éste a las niñas nos regañaban luego las mamás, pues había que brincar a quienes les tocaba hacerse un “ovillo” (a veces, varios niños en fila), y las niñas no usábamos pantalón pero sí vestido más abajo de la rodilla, por tanto, “no pasaba nada” al brincar al, o los, chicos en turno (a las niñas no nos dejaban hacer de burro por ser “impropio”, pero era divertido romper esa regla, aunque luego nos regañaran, de nuevo, las mamás). Y ¿qué decir de cuando aprendimos a patinar sobre ruedas? La dicha de poder soltarnos, después de unos tres o cuatro días de intentarlo yendo de una reja de las ventanas, a otra, era enorme al hacerlo, ya por siempre, y deslizarnos sobre las banquetas o en los parques cercanos.

Y así seguimos aprendiendo no sólo juegos y habilidades, sino a valernos por nosotras (os) mismas (os), con destreza y seguridad, apoyándonos en los conocimientos adquiridos en la escuela, desde lo elemental hasta lo muy avanzado y de ahí en adelante crear nuestro propio mundo.

¿Por qué he llegado hasta aquí? Porque al ver a esos bebés cargados por sus madres indigentes, que ni idea tienen de lo que irá a ser de ellos (as) al crecer, se me ocurre pensar si sería mucho pedir a Dios y a la Virgen y algún Santo (a) ; y repito, como siempre, que no soy “mocha”, pero en estos casos (y muchos, muchos más) podría ser que ocurriera un milagro: que toquen el corazón, si lo tienen a quienes SÍ podrían apoyar con asilo, comida, vestido y… estudio (siempre con ese corazón en la mano a quienes los vayan a atender) para darles la oportunidad de crecer como seres humanos pensantes que son, si se les ofrecen “miguitas de ternura”, como dice la canción de Alberto Cortés.

Y, seguramente, todos esos bebés, y niñas y niños de poca edad, sentados o de pie, con sus rostros mostrando la tristeza y el hambre junto a sus madres, lanzarían bendiciones a sus benefactores, al crecer en un ambiente sano y JUSTO. Bendiciones que pudieran, tal vez, darles más satisfacción que el exceso de bienes ¿será posible?