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Vecindad hostil

 


No es nuevo, los Estados Unidos de América desde su expansión territorial a costa de negociaciones y usurpaciones con Francia y España, dejaron de ser esas trece colonias puritanas de protestantes blancos granjeros, para mostrar ambiciones no sólo de superficie sino de auténtico dominio político y militar.

No deja de reconocerse que los llamados Padres Fundadores o Patricios de la nación que emergió como una real democracia, crearon un Estado nacional fuerte, republicano y democrático. Su economía pasó rápidamente de la agricultura a la industria, al comercio y a la minería y se soportaba fuertemente en el trabajo esclavo, esa forma de explotación humana que para el marxismo ya había sido superada, pero que en prevaleció hasta 1865 y concluía luego de una brutal Guerra de Secesión que por poco divide a EUA, unionistas contra confederados del sur.

Pero desde principios del siglo XIX, cuando en 1803 Napoleón vendió el rico y gigantesco territorio de Luisiana y luego ya con fortaleza militar los americanos invadieron la Florida española en 1814, la expansión territorial era imparable. En la mira estaban los ricos territorios del norte de la Nueva España, que la aguda visión del conde de Aranda había predicho a finales del siglo XVIII: “Esta república federal nació pigmea…y ha necesitado del apoyo y fuerza de dos Estados tan poderosos como España y Francia para conseguir su independencia. Llegará un día en que crezca y se torne gigante, y aun coloso temible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y sólo pensará en su engrandecimiento… El primer paso de esta potencia será apoderarse de las Floridas a fin de dominar el golfo de México. Después de molestarnos así y nuestras relaciones con la Nueva España, aspirará a la conquista de este vasto imperio, que no podremos defender contra una potencia formidable establecida en el mismo continente y vecina suya”.

En efecto, la frase de atribuida a James Monroe (ideada realmente por John Quincy Adams) “América para los americanos”, base de la llamada “Doctrina Monroe” se ha creído ingenuamente que con ella los Estados Unidos iba a defender al resto del continente americano de las ambiciones colonialistas europeas. Lo cierto es que los gringos llaman a su país América (hay una razón por llevar el vocablo en su nombre oficial) y para ellos querían las tierras al sur de sus fronteras, de ahí que no tuvieran ningún rubor al provocar la independencia y anexión de Texas y la funesta guerra contra México como buen pretexto para adueñarse de los vastos territorios de nuestro norte, tal como lo advirtió Aranda. No en balde acudió Poinsett como primer representante o Ministro diplomático de EUA, después de nuestra Independencia para negociar la compra de esas tierras y que hayan invitado a Humboldt para revelar las rutas de acceso a México en anticipación de una inminente invasión.

Esos antecedentes, más la descarada intervención a favor de Madero para derrocar a Díaz, luego la trama para desbancar también a Madero en contubernio con Huerta, son los avisos de la historia para entender los porqués de la conducta de Donald Trump, que con afán supremacista está humillando al gobierno de México aprovechando la debilidad de la administración de Enrique Peña Nieto y un endeble gabinete que deambula sin brújula y sin instrumentos en un camino que nos está llevando al precipicio político.

Trump es sencillamente la recurrencia de Monroe, de Adams, de Polk, de Taft y de Wilson, los presidentes que con descaro intervinieron en nuestra vida política y que desmenuzaron nuestro territorio. No hay ya un Roosevelt, un Kenneddy, un Reagan o un Clinton que considere amigo a México. Somos un enemigo gratuito al cual hostilizar por el fácil expediente de la supremacía blanca y protestante, doctrina ésta que carece de la ética que le adoso Max Weber y que hoy los egresados de universidades de la Ivy League veneran sin recato para seguir desequilibrando nuestro nacionalismo y nuestra carencia de unidad y civismo.