La Samaritana de la generación 60
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La Samaritana de la generación 60

 


En el viernes de Samaritana, en el edificio central de la Universidad Benito Juárez de Oaxaca, doña Casilda Flores Morales, acompañada de su hija María Teresa y de su hijo Gerardo, venía, año con año, a servir las aguas frescas. Llegaba con sus grandes ollas de barro colorado, adornadas con flores de bugambilia. 

La parte musical estaba a cargo de Los Beethoven´s, con su extraordinario vocalista Joaquín Pedro Hernández Ramírez, con Julio Gil, mi gran amigo y compañero de primaria 

Las compañeras que iban sin permiso, llegaban a escondidas; traían la ropa para el baile en una bolsa, se metían al baño a cambiarse y salían listas a ocupar su lugar. 

La verdad es que por la severidad de nuestros padres en ese tiempo, todos asistíamos sin permiso, con el compromiso implícito de estar, hombres y mujeres, en nuestras casas, a más tardar a las ocho y cuarto de la noche. Había respeto hacía nuestros padres, y temor; el temor incrementar el respeto.

Alrededor del patio se colocaban las sillas para las mujeres y llegaba uno hasta su lugar a pedirles la pieza y al terminar las acompañaba de la misma forma: hasta su lugar.

Al inicio nadie bailaba. Era el momento de acechar; de esperar; de observar; de armarse de valor para declararle tu amor a la chica de tus sueños o de escoger pareja con la vista, para bailar y para conocerla. Cuando se localizaba la presa había una reunión de dos o tres tiradores, todos amigos, que apostaban a ver quien se llebaba la presa, por supuesto que esto no lo sabían las compañeras ni lo hacíamos nosotros, me lo contó el primo de un amigo.

Invariablemente rompía el baile Ramallets, Juan Román López Ramírez, estudiante de Ciencias Químicas; excelente bailarín que contagiaba su entusiasmo, alegría y vitalidad. Con su pareja se colocaba en el centro de la pista y eran los únicos que bailaban una o dos piezas, en seguida se generalizaba el baile que por supuesto, era exclusivo para los universitarios, es decir, ningún extraño podía entrar. A los que se atrevían cortésmente se les pedía, en bola, que abandonaran el recinto por la puerta de Alcalá. 

Los que no sabían bailar, con mucho entusiasmo recibían sus lecciones iniciales en la planta alta; las maestras, eran compañeras avezadas en el arte de la danza, que con paciencia infinita y sabiduría enseñaban: uno, dos, tres; izquierda; repetimos, uno, dos, tres. Y como consejo final, con autoridad, te indicaban: ponte talco para que no te suden las manos. 

Como examen, los primeros pasos en esta nueva disciplina los dabas con tu maestra, sentías que una descarga eléctrica recorría todo tu cuerpo inocente; respirabas con dificultad y un poco antes de perder la razón, involuntariamente, casi por accidente y como no queriendo se encontraban tus labios con los de ella, que bebiendo tu último aliento, te acababa de hundir en este momento crítico y delicioso. Este era el sacrificio que debías hacer para aprobar, dignamente, estos cursos intensivos. 

La música subía de tono. La timidez había sido vencida; las parejas se habían identificado. El ambiente llegaba a su punto culminante. 

Bailábamos Rock and Roll, Twist, o a Go go, como poseídos o muertos de risa, en círculo, echándole porra a Baroja al que cariñosamente y a su espalda, claro, le decíamos Chubby Cheker o simplemente Chubby ⎯eran tan sencillas nuestras diversiones y tan sanas, que esta palabra sola nos hacía reventar de risa⎯ . Chuby Baroja al bailar se doblaba para atrás hasta casi tocar el piso, mejor dicho, si lo tocaba, primero con una mano y luego con la otra, ese era el chiste. Ni en el cine vi bailar a Chuvi Chequer, pero el recuerdo de Baroja bailando chupándose el labio inferior, es inolvidable.

Avanzada la tarde tocaban melodías lentas para bailar pegadito con las compañeras que ilusionadas esperaban escuchar la primera declaración de amor formal y el primer beso de amor. 

A veces se daba el caso de que durante la tardeada una misma chica recibía dos o tres declaraciones. Una en la primer pieza y otra en la tercera o una en la mañana y otra en la tarde; o el amigo listo que se declaraba y se le adelantaba a otro que resultaba ser el que realmente estaba enamorado; había casos de hermanos que se le declaraban a la misma chica o de hermanas que recibían la declaración del mismo pretendiente. Todos recibían una sabía respuesta: lo voy a pensar.

La música terminaba con un popurrí de música mexicana; corriditas de esas sabrosas que hasta te dolía la ingle y la cadera, o terminaban con música tropical.

Eran tan fuertes las emociones de las tardes de Samaritana, que hay compañeras que al escuchar una canción de moda en esa época recuerdan hasta cómo iban vestidas.