La excomunión de Hernán Cortés
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La excomunión de Hernán Cortés

 


Poblar una villa y despoblarla no era un capricho, falta de planeación o de sentido común, era la habilidad de los mercenarios que invadieron con los castellanos nuestras ciudades para saciar la codicia de Hernán Cortés quien mandaba invadir una villa y cuando lo enteraban de la inmensa riqueza que poseía, ordenaba despoblarla; la tomaba para él, ya que consideraba conveniente poseerla solo y la erigía en otro lugar en dónde repetía la misma estrategia. 

La codicia de Hernán Cortés fue su maldición; el oro lo ganaron los invasores y él decidió disfrutarlo solo. Esto creó un choque de intereses y pasiones, odio, resentimiento y deslealtad. “Estaban divididos en fracciones y debilitados por el odio y la guerra que se hacían mutuamente” Gay, 1982, p. 153.  Durante el juicio de residencia que se le siguió a Cortés, entre otras cosas, se le acusó públicamente de no haber obrado en justicia en la repartición de oro e indios, de ser asesino y adúltero. 

La riqueza de Hernán Cortés no tenía límites. Llegó a ser el invasor más rico y uno de los más fuertes capitalistas de la España de su tiempo, pero por la forma en que la obtuvo, es un ejemplo de la maldición del dinero y de todo lo que el dinero y el poder traen.

La única cosecha que Cortés y sus descendientes sacaron de esta riqueza material es la amargura. La historia de los Marqueses del Valle es triste, llena de lágrimas y de dolor. Los Cortés nunca tuvieron un momento de tranquilidad ni de bienestar mental. Solamente con la muerte alcanzó Hernán Cortés la paz y la tranquilidad que en este mundo le faltaban. La vida de los Cortés fue trágica e infeliz. Weiner 2007, pp. 6 – 8.

Un hidalgo era una persona en verdad preparada y educada; con una manera decente de vivir; generoso y noble que no tenía necesidad de salir a buscar fortuna, ni comportarse como una bestia salvaje; como una máquina de destrucción, asesina, inhumana y ladrona. 

Por lo expresado en el párrafo anterior, conocida la obra de Hernán Cortés, se deduce de manera fácil, que era un soldado pobre, aventurero, traidor, cobarde, ignorante; fanático religioso desbordado cuyo único dios era el oro; enfermo de soberbia y de lujuria; violador de mujeres, mujeriego; perverso, terrorista sanguinario y despiadado, que a través de sus apologistas profesionales, y oficiales, trató de crearse una imagen de hidalguía y de nobleza, que es evidente, nunca tuvo. 

Después de la caída de la Gran Tenochtitlan, todos a una los integrantes del cabildo de México: Cortés, fray Pedro Melgarejo, el tesorero Julián de Alderete y la mayoría de los invasores, escribían al rey… suplicándole que no enviase letrados, porque cuando llegaran a la Nueva España solo iban a crear confusión y desorden con sus libros y a provocar pleitos y enfrentamientos. 

Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid y los demás invasores eran muy valientes vestidos con armaduras, montados en caballos, con armas de fuego, y con perros amaestrados y cebados para matar indios indefensos y semidesnudos.

Para convencer a los indios de su benevolencia y de su amor a Cristo, como si fuesen animales, los marcaban como esclavos en el rostro con hierro candente; los quemaban vivos; los colocaban en pié, amarrados por la espalda, y les dispararon a corta distancia sus tiros (cañones). Los apedreaban, es decir, les arrojaban perros amaestrados que los despedazaban como si fuesen fieras, estaban tan acostumbrados que no tomaban indio, que no lo matasen y se lo comiesen, por estar muy cebados en ellos. Gay 1982 pp. 158 y 159.

Les cortaban las orejas, la nariz o las manos para alimentar a sus perros. Los asaban vivos para extraer el sebo de indio con el que curaban a sus heridos.   Los lanzaban vivos en los tiros de las minas. Les daban tormento. Los ahorcaban o los ejecutaban en solemnes autos de fe. Los usaban como bestias de carga. En el mejor de los casos, les daban palos o los ponían en el cepo (los encadenaban). Violaban a sus esposas y a sus hijas y los asesinaban por miles, pero eso sí, tenían la fortuna de morir cristianos. 

Además, obligaban a los sacerdotes indígenas a presenciar estas demostraciones de amor al prójimo para que transmitieran a sus pueblos la buena nueva: Quetzalcóatl había regresado.

Nuestros indígenas eran exterminados sistemáticamente por ser indígenas y por su religión; no tenían derecho, como pueblos o como personas, a disfrutar de su libertad; no tenían derecho a la vida; eran considerados socialmente inferiores, sin identidad étnica ni cultural; sin origen, ni dignidad, eran objeto de todo tipo de represión, discriminación y destrucción; no podían decidir nada, ni participar en ningún evento social, cultural, económico y mucho menos político; no tenían retribución monetaria por su trabajo;  les robaban sus tierras, territorios y recursos; destruyeron sistemáticamente sus tradiciones y costumbres; sus lugares arqueológicos fueron saqueados y arrasados; su  religión fue abolida por la fuerza y las esculturas de sus dioses y templos fueron demolidos.

Sin excepción, los invasores eran idólatras, su único y verdadero dios era el oro; sus caballos usaban herraduras y clavos de plata y Pedro de Alvarado, en Tututepec, mandó a hacer unos estribos y una cadena de oro para su caballo.

Por la sangre derramada, la muerte y el dolor que causo, en nombre de Dios y de su Majestad, Hernán Cortés “fue excomulgado en 1526, poco antes de embarcarse para España” Gay, 1982, p.149, y el Rey lo relevó del mando como capitán general, el 4 de julio de 1526, y en el mismo año le inició un juicio de residencia.