Mi infancia en el barrio de El Marquesado
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Mi infancia en el barrio de El Marquesado

 


El río Atoyac, era un río grande, de pesca, que llevaba agua todo el año; su lecho era arenoso y el agua transparente y lodosa, color barro, cuando empezaba la temporada de lluvias. En la orilla había sauces, matorrales de chamizo y huizaches. En 1969 fue la última vez que recuerdo haberlo visto crecido, llegó hasta la vía de ferrocarril y fue cuando dañó los estribos del puente Porfirio Díaz que originalmente tuvo cuatro claros —dos estribos y tres pilas—. El gobierno tapó el claro entre el estribo de la margen izquierda y la primera pila central y las empresas del grupo de Triplay de Oaxaca taparon el claro del estribo de la margen derecha y la pila de ese lado; el río arrastró un sauce que venía atravesado y se atoró entre las pilas centrales arruinando el puente.

Los días de campo a la orilla de un río son inolvidables; puedo escuchar el agua corriendo o sentir el frío o el agua comiéndose la arena debajo de las plantas de los pies. Cuando empezaba a crecer, para cruzarlo, caminaba dando pasos cortos para conservar el equilibrio.

El río estaba a cuatro cuadras de la casa; ir a nadar era verdaderamente un día de campo; mi padre me amarraba con una reata para que no me llevara; cuando estaba bajo, cuando menos le llegaba a la cintura a un adulto; ¡imagínense un río crecido a cuatro cuadras de tú casa cuando acabas de aprender a nadar! Aprendí a respetarlo después de cruzarlo dos veces estando crecido, una de ida y una de regreso, a nadie le conté la locura que iba a hacer, me lancé y el agua empezó a arrastrarme, no podía gritar porque no había a quien; traté de serenarme y continué —no había de otra—, milagrosamente el río arrastraba un árbol que flotaba atravesado, nadé con los pies al frente hasta chocar con él y así alcance la orilla opuesta, el miedo me facilitó el regreso; corrí río arriba calculando la distancia que me iba a arrastrar para salir a dónde había dejado mi ropa, nunca más me atreví a repetir la hazaña.

Cuando el río bajaba, mi padre me enseñó a pescar en la playa, arrojando a los peces sobre la arena golpeando el agua con la parte interna del pie o a pescar con una botella de vidrio, de las verdes de sidra, le perforaba la base, donde tiene la chichita hacía dentro, le metía masa de maíz por la perforación y se la tapaba, la llenaba de agua y la sumergía; los peces entran por la boca de la botella a comerse la masa y ya no pueden salir.

Don Alfonso Ricárdez Núñez, de 87 años de edad, oriundo de San Jacinto Amilpas y avecindado en el barrio desde 1928, me contó que: cuando el temblor del 14 de enero de 1931, a las siete de la noche, hora del temblor, el agua del río llegaba a las rodillas, una hora más tarde llegaba hasta el cuello y no se podía pasar. En relación al río, el Sr. Ricárdez dijo, sonriendo con picardía, que: “una vez jugando guerritas de agua en el río, se zurró en el agua, y en lugar de agua, les aventó lo que acababa de hacer, sus amigos protestaron diciendo, lo que nos acabas de hacer es una cochinada y desde entonces le empezaron a decir el cochinada.”

La misa de domingo

La misa de siete, los domingos; lo más emocionante de ir a misa, era subir al campanario a tocar la campana que era más grande que tú; se toca dándole vueltas y en cada vuelta tenías que evitar que te golpeara o que te arrojara al vacío; te impregnabas del olor a cera y a incienso mientras oías el sermón desde el púlpito, veías a las señoras con la cabeza tapada con el rebozo y a los pecadores conocidos que iban a comulgar; te santificabas con la misa en latín, los pellizcos y los coscorrones si no te arrodillabas derechito.

La doctrina

La doctrina en las tardes; recuerdo el olor a incienso y el sol filtrándose en diagonal por la puerta del templo hasta llegar al altar, el sol de la tarde pega en la puerta de entrada.

Entrar en la tarde al templo, cuando está solo, es reencontrarse con uno mismo, es revivir, mientras percibes el olor a incienso. Vuelves a ver a Sofía la panadera —dicho con admiración y con mucho cariño— que nos formaba en dos filas, niños y niñas; avanzábamos hacia el frente cantando: “… vamos niños al Sagrario, que Jesús llorando está, pero viendo tantos niños que contento se pondrá…”

Ofrecer flores a la Virgen

La tarde de mayo que fueron mis hermanas a ofrecer flores a la Virgen por primera vez, como reímos; no recuerdo si fue la única o si fueron otras veces; a mí se me grabó la primera; fue una experiencia asombrosa por la inocencia, la ternura y la sencillez de este momento que quedó grabado para siempre.

Llevaban sus vestidos blancos, con encaje, de primera comunión que mi padre les había traído de Aguascalientes; mi madre les puso sus mantillas blancas, sus guantes y les dio a cada una, un ramo de azucenas blancas para la virgen.

Me sentía muy orgulloso de ellas, por fin habían ingresado a la élite de las niñas que ofrecían flores a la virgen, era como un sueño hecho realidad. Nos veíamos y reíamos; eso era todo; ¿puedes imaginar? Reír por ver a dos niñas vestidas de blanco, pero esas dos niñas eran mis hermanas y yo estaba muy contento y orgulloso.

Todo empezó cuando las formaron frente a la puerta de la parroquia para que entraran; fui y me paré frente a la fila para observarlas y se encontraron nuestras miradas y empezamos a reír; las veía y reía con ellas y ellas conmigo; eso era todo; era una risa de tres y era una sola risa.

Para mí significó mucho este momento, tanto que quedó grabado para siempre y hoy 50 años después, podemos compartir y reír nuevamente con alegría y con inocencia; son las cosas extraordinarias de nuestras vidas, las que nos impactan y dejan su huella para siempre.

Hablando por teléfono el día de hoy con mi hermana Pilar le comenté que iba a escribir sobre el día que fueron a ofrecer flores, automáticamente le vino un ataque de risa; no le pregunté sobre el origen de su risa, pero supe de inmediato que también ellas guardaron este momento; como familia debe interesarnos mucho recordar los momentos de los que viene nuestra fuerza pero también nuestra debilidad para eliminarla y neutralizar su efecto destructivo.

Fuente: libro Villa de Santa María Oaxaca, 2007
Autor: Gerardo Castellanos Bolaños.