Panteones políticos   
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Panteones políticos   

 


El peor legado de los políticos es el olvido. Los panteones hospedan los mitos y leyendas de la clase política. En la CDMX hay 118 panteones, y antes del Covid-19 había más de un millón 400 mil fosas. La historia de los panteones en nuestro país surge en el S. XVIII, cuando el rey Carlos III de España ordenó que los muertos ya no se enterraran en las iglesias. Pero dicen los que saben, que el panteón del Tepeyac, es considerado el más antiguo de la capital ya que sus primeras lápidas se colocaron en 1660. Ahí está enterrado, por ejemplo, uno de los millones de enemigos fantasmagóricos del presidente AMLO; que por cierto también se apellida López, pero su nombre es Antonio López de Santa Anna; y a unos metros están los restos de Delfina Ortega, primera esposa de Porfirio Díaz.

 

Aunque el Monumento a la Revolución en la CDMX no es un panteón, ahí descasan —o no— los restos del constitucionalista Venustiano Carranza, del antirreeleccionista Francisco I. Madero, del creador del PNR Plutarco Elías Calles, de Lázaro Cárdenas, primer presidente con un plan sexenal, y de Doroteo Arango, mejor conocido como Francisco Villa. Otro espacio, pero donde conviven los espíritus de políticos y artistas es la Rotonda de las Personas Ilustres, en el Panteón Civil de Dolores, en la alcaldía M. Hidalgo, CDMX, espacio creado en 1872 por el Presidente Sebastián Lerdo de Tejada.

 

Por otra parte, los restos del mejor presidente de la historia de México no están en ningún panteón del país, me refiero por supuesto a Porfirio Díaz. Los historiadores cuentan que el 31 de mayo de 1911, antes de abordar el buque alemán Ipiranga, en el heroico puerto de Veracruz, que lo llevaría a su exilio en Europa, el general dijo: “Me voy porque no quiero que se derrame más sangre mexicana, pero si el país, se viera en peligro por alguna intervención, volveré…”  A finales de 1914, la salud del político mexicano, que deslumbró al periodista norteamericano James J. Creelman en una entrevista que se desarrolló en el Castillo de Chapultepec, se deterioró y dejó de recorrer las avenidas de París.

 

Sus últimos días de vida los pasó recordando a su madre y soñando su regreso a su amada Oaxaca. El 29 de junio de 1915 recibió los santos óleos y el dos de julio, acompañado por su esposa y uno de sus hijos, falleció a los 84 años. Sus restos fueron sepultados en la iglesia de Saint Honoré l’Eylau; sin embargo, frente a la negativa de que su cuerpo regresara a México por parte de las autoridades, en 1921 sus restos fueron trasladarlos al cementerio de Montparnasse, donde también están sepultados Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Julio Cortázar y la buena vibra del rey lagarto Jim Morrison.

 

Por último, Benito Juárez murió en 1872. De acuerdo con el Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina de la UNAM sufrió una “congestión cerebral”. Las crónicas de su muerte relatan que antes de mediodía del 18 de julio, el presidente que gobernó 15 años nuestro país tuvo un calambre dolorosísimo en el corazón. Finalmente, el 19 de julio, su hijo Benito, de 19 años, ante el juez tercero del estado civil, expuso que: “A las 23:30 horas de ayer en su dicha casa, falleció de neurosis del gran simpático, el padre del compareciente, el C. Benito Juárez Presidente Constitucional, natural de San Pablo Guelatao, Oaxaca, de 66 años”. Sus restos descansan en el panteón de San Fernando, CDMX, donde también están enterrados Vicente Guerrero e Ignacio Zaragoza. En fin, muchos mitos y leyendas alrededor de la muerte de políticos, quienes luchan —desde el más allá o desde el más acá— por no ser de los olvidados (dixit Buñuel). Y es que en la vida y en la muerte hay algo peor, a que hablen mal de ti; y es que nadie hable, ni se acuerden de ti…

*Comunicólogo político y académico de la FCPyS UNAM, @gersonmecalco