Los pobres y la demagogia
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Opinión

Editorial

Los pobres y la demagogia

 


Cada vez con más claridad el discurso presidencial de primero los pobres se contamina entre la clásica verborrea de la demagogia y la sinrazón. Se habla de un sistema universal de salud, en donde todos tengan atención, sobre todo quienes menos tienen, cuando en los hechos los familiares de niños enfermos de cáncer siguen reclamando medicinas y equipos para quimio y radioterapia. Y el gobierno federal sigue insensible a esta demanda. Se dice que pronto estaremos en los estándares de salud de países como Dinamarca y Canadá, cuando el país arrastra una cifra escalofriante de más de 100 mil muertos y más de un millón de contagios por Covid-19. No son pocas las voces que se han elevado para cuestionar el discurso de “primero los pobres” o “justicia a las comunidades indígenas y a los pueblos originarios”, cuando en los hechos se les sigue considerando mexicanos de segunda clase.

Los hechos de Tabasco, en donde hay más de 300 mil damnificados por la crecida de los ríos y el desfogue de la presa “Peñitas”, han dejado en el pueblo mexicano un sentimiento de decepción respecto a la conducción y rumbo que lleva el país en el llamado gobierno de la Cuarta Transformación. Haber validado la inundación de comunidades indígenas chontales para evitar que el proyecto de la refinería de “Dos Bocas” naufragara, es la peor torpeza de este régimen. Lo que preocupa es esa forma tan banal en la que se ha visto la realidad del país. Todo parece tan superficial a la mirada del presidente López Obrador. Y cualquier crítica no sólo es desestimada sino descalificada con apelativos burdos y torpes. Si bien es cierto que, como se ha dicho, los pueblos tienen los gobiernos que se merecen, en el país se ha desatado una ola de críticas respecto al manejo de la pandemia y a escenarios de crisis como la de Tabasco.

La figura de México como un país de libertades; como un ejemplo de tolerancia política, de civilidad y respeto a las diferencias y disensos, se ha ido desdorando. No se trata sólo de criticar las constantes peticiones presidenciales, desenterrando los agravios de hace siglos, sino de sostener que no son tiempos de insistir en que España o el Papa Francisco ofrezcan disculpas por los atropellos de soldados españoles y órdenes religiosas a los indígenas, durante la Conquista, sino de sanar heridas en pos de construir una nueva relación en este mundo globalizado. Por el bien de México, ojalá que se deje de culpar a otros por los males presentes y futuros.

¿Y los damnificados?

El pasado domingo, en su homilía, Monseñor Pedro Vásquez Villalobos, arzobispo de Antequera, hizo un llamado a las autoridades estatales a no soslayar a los damnificados olvidados de la zona de Ozolotepec, afectados por el sismo de 7.4 grados del pasado 23 de junio. Sin embargo, hay que subrayar que, a más de tres años de los sismos de septiembre de 2017, las huellas de la tragedia aún persisten. Notas periodísticas dan cuenta de que los organismos responsables de rehabilitar escuelas afectadas, no cumplieron a cabalidad con su misión. Decenas de templos católicos, la mayoría de arquitectura colonial, no han podido ser restaurados del todo. Siguen a la espera de recursos para ser reabiertos. La Merced, El Patrocinio y otras, continúan cerrados. Un ejemplo es la llamada Catedral de la Sierra Sur, ubicada en San Juan Ozolotepec, que ha estado en pie desde la época colonial, con retablos y obras pictóricas únicas, resultó con daños estructurales. 

En la capital oaxaqueña, los sismos y el tiempo han contribuido a la pérdida de una gran parte de nuestro patrimonio monumental. Casonas de adobe y ladrillo, que en su momento fueron residencias de comerciantes o personajes adinerados, se han venido abajo o están a punto de hacerlo. No existe ni en el gobierno estatal ni municipal, un programa de rescate, rehabilitación o al menos demolición. Con una abulia infinita, hemos ido dejando que el tiempo sea quien eche abajo lo que se ha mantenido en pie durante siglos. Casas de tres patios, que alguna vez albergaron a arrieros y comerciantes, con sus respectivas recuas de caballos o mulas. Que sobrevivieron a revoluciones, asonadas o conflictos armados, y también a sismos y otros siniestros. Las que siguen en ruinas, se han convertido en un serio peligro para los transeúntes.

Una tarea nada fácil rescatar ese patrimonio en peligro. Más aún porque pese a la existencia de dependencias oficiales del Centro Histórico, no existe una política que conlleve a la salvación de ese patrimonio que se extingue poco a poco, como consecuencia del abandono particular y la abulia oficial. En pocas ciudades de sitios y monumentos como la nuestra, se observa tal apatía y desinterés. Y nada bueno se avizora en el futuro, salvo la participación de la sociedad civil organizada en defensa de lo que aún queda en pie, porque en este rubro, al menos del gobierno federal, nada bueno hay que esperar.