La pulsión autoritaria
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Opinión

La pulsión autoritaria

 


Por Jorge Javier Romero Vadillo

La Presidencia de Andrés Manuel López Obrador ha cumplido tres años. A más de la mitad de su gobierno –en esta ocasión no serán seis años completos–, no queda duda alguna de la tendencia instintiva del Presidente de la República hacia el autoritarismo. No se trata ya de especulaciones basadas en dichos, sino de la constatación cotidiana de su propensión a la centralización personalista de las decisiones y su desdén por los procesos constitucionales o administrativos.
Por más que sus defensores a ultranza sigan empeñados en presentarnos a López Obrador como un demócrata, con el argumento de que cuenta con el respaldo de 30 millones de votos, los hechos muestran una preocupante deriva que hasta ahora solo parece ser controlable si la oposición presenta un frente sólido de salvaguardia constitucional que frene las reformas regresivas anunciadas, sobre todo la electoral y la de la militarización de la Guardia Nacional, y por la fuerte institucionalización del principio de la no reelección, que inexorablemente terminará con su caudillaje el 30 de septiembre de 2024, a menos que se consume un auténtico golpe de Estado.
¿A qué me refiero cuando hablo de autoritarismo? En estos casos siempre vale la pena recurrir a los clásicos para precisar definiciones. Fue Juan Linz, el politólogo hispano–alemán, quien acuñó el término para definir un régimen claramente diferenciable del totalitarismo y de la democracia. Para Linz, las especificidades del autoritarismo se deben encontrar en forma de ejercer el poder, las formas de organización, los sistemas de creencias y de valores, la vinculación del poder estatal y la esfera social, así como la asignación de papeles a la población en el proceso político, mientras que excluye los resultados de la política, los objetivos buscados o la razón de ser del régimen.
El autoritarismo, según Linz, se caracteriza por un pluralismo limitado, la participación limitada y por sustentarse en mentalidades, más que en ideologías rígidas y bien estructuradas. Los regímenes autoritarios no suelen ser, a diferencia de los totalitarios, generalizadamente represivos, aunque suelen recurrir a la represión focalizada de sus opositores. Así, régimen de la época clásica del PRI es un ejemplo claro de autoritarismo.
El proceso de cambio político del último cuarto del siglo XX condujo a la transición a un nuevo régimen, de carácter democrático, por más limitaciones y contrahechuras que le queramos buscar. Se abrió paso un pluralismo mucho más amplio y se dio un aumento sustancial de la participación, con el surgimiento de una sociedad civil organizada cada vez más vigorosa y activa, a pesar de ser todavía pequeña y circunscrita a ciertas causas. Florecieron distintas expresiones de pensamiento, expresadas en una naciente pluralidad de medios de comunicación. Una sociedad que nunca había sido ideológicamente homogénea, a pesar de la hegemonía de la mentalidad oficial, transmitida a través de la educación y de los medios controlados políticamente, encontró nuevas vías de expresión.
En ese nuevo ambiente de pluralidad se construyó la opción política encabezada por López Obrador. Sin embargo, él nunca consideró a su movimiento una parte más del conjunto de fuerzas políticas que constituyen la diversidad nacional, sino como una alternativa enfrentada a todas las demás, con un proyecto excluyente, contrahegemónico. Nunca reconoció los avances democratizadores, a pesar de aprovecharlos con eficacia. Una y otra vez se presentó como el único cambio verdadero. El resto de las opciones políticas cabían en el mismo saco de la mafia del poder a la que él desterraría. Supo sobrevivir y finalmente aprovechó el desprestigio de la política surgida de la transición democrática y de sus incapacidades para detonar el crecimiento económico o reducir la corrupción, mientras se generaba un estallido de violencia de unos niveles desconocidos desde la década de 1950.
El proyecto de López Obrador, desde el principio, ha sido construir un nuevo arreglo hegemónico. Su idea política no corresponde a la de una democracia liberal pluralista, sino a la de la democracia de la voluntad general encarnada en el caudillo con arrastre popular, capaz de contener en su cabeza todo un proyecto de país.