Cuando fuimos niños
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Opinión

Cuando fuimos niños

 


Me despertó el canto desquiciante del gallo. Al fondo, el eco de las chicharras. Otra vez el terrible calor. Los urbanos colectivos comenzaron con el ronroneo motorizado. Abrí los ojos y lo primero que percibí fue el olor a café, uno de mis aromas favoritos, después del perfume de gardenias y la fragancia de la lluvia que es como un abrazo al corazón. Recuerdo que cuando era niña quise saber a qué olían los otros niños y me encontré con olores tan desagradables como hipnotizantes. ¿Por qué sudamos tanto y olemos tan mal?, le pregunté una vez a mi mamá. Ella sólo se río de mí. Después vinieron otras inquietudes: “¿Por qué las chicharras sólo cantan la mitad del año? ¿hasta dónde llegan los números?”, dije cansada de escribir una las interminables y absurdas tareas de la escuela. 

Si alguien preguntara si he sido, pensaría en mi niñez. Con los ojos de una niña miré por primera vez el mundo: el vuelo de los pájaros, las tormentas en el cielo y las tormentas del alma. Descubrí los colores en la naturaleza, en cada flor, en los ojos de las personas. Ser niña y observar por primera vez el mundo con todos sus maravillas y dolencias ha sido la experiencia más brutal, inquietante, tierna y sabia que he tenido. Las preguntas brotaban desde el corazón sin ninguna otra intención que la de comprender el mundo en el que vivimos. La curiosidad, esa necesidad de preguntar o, como bien lo dijo el admirable escritor argentino Alberto Manguel, un impulso por buscar la verdad y comienza con un ¿por qué? Allí inicia nuestro viaje por la vida. 

Alguna vez caminando hacia el mercado con mi madre, frente a la Iglesia de Santo Domingo el día de la Plaza en Ocotlán, escuché decir a una mujer: “hasta aquí escucho tus murmullos. A Dios sólo se le piden cosas buenas y no pendejadas”. Ahora recuerdo una de las cartas de Séneca a su amigo Lucilio que dice así: “!Qué locos son los hombres de hoy! Dirigen a Dios plegarias vergonzosas, por eso las hacen en voz baja; si alguien aplica el oído, callan en el acto, y lo que no se atreven a decir a un hombre lo dicen a Dios. Cuida, pues, de que no haya que decirte: vive con los hombres como si Dios te mirase; habla con Dios como si los hombres te oyesen”. 

De niña tomaba prestada los ecos de la soledad. Aprendí a acompañarme inventando historias. Y en ellas me quedé. Al principio porque las explicaciones de los adultos me parecían demasiado aburridas y ahora porque me parecen demasiado soberbias. En la literatura, la curiosidad empieza con un ¿qué pasaría si…? Desde ese momento nuestros sentidos explotan. Al leer un libro nuestra mirada se transforma en un caleidoscopio mágico que ve detenidamente cada objeto que nos rodea, nuestros ojos vuelven a hacer de niño que maravillado recorre cada existencia del mundo. Quizá si nos educaran con el único propósito de conocer nuestros dones de luz, el mundo no estaría incendiándose allá afuera. Quizás.

Pero por desgracia la vida no trae instrucciones de uso, sino de experiencias y desengaños. Y cuando creemos que hemos vivido aparece una pandemia que nos encierra con nuestras miserias, nuestros recuerdos y nuestro reflejo queriendo siempre abarcar lo inabarcable. Recuerdo una de mis frases favoritas de uno de mis amigos literarios favoritos, (Cristopher Boone, personaje del escritor Mark Haddon): “Yo creo que los números primos son como la vida. Son muy lógicos, pero no hay manera de averiguar cómo funcionan, ni siquiera, aunque pasaras todo el tiempo pensando en ellos”. Así que en esta mañana con todo el escándalo de allá afuera, veo a mi gata calicó que duerme tranquila junto a mí. A veces es lo único que necesito. Un ronroneo y es suficiente para imaginar otras vidas. Desautomatizar esta vida tan automatizada. 

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