La otra historia de México
Oaxaca
La Capital Los Municipios
El Imparcial del Istmo El Imparcial de la Costa El Imparcial de la Cuenca
Nacional Internacional Súper Deportivo Especiales Economía Estilo Arte y Cultura En Escena Salud Ecología Ciencia Tecnología Viral Policiaca Opinión

Opinión

La otra historia de México

 


Por Armando Fuentes

Entre curas anda el juego

Aguda lengua tenía don Artemio de Valle Arizpe, ilustrísimo cronista que fuera de la muy ilustre, noble y leal Ciudad de México. Un día alguien lo presentó con María Félix, la hermosísima actriz del cine mexicano que entonces estaba en el apogeo de su belleza y de su fama.

—Seguramente, María —dijo el que hacía la presentación—, has oído hablar de don Artemio de Valle Arizpe.

—No —respondió la Doña con esquivo gesto displicente—. No sé quién es.

—En cambio yo sí conozco a la señora —respondió don Artemio haciendo una reverencia muy cortés—. ¿Quién no conoce a doña Pituka de Foronda?

¡Cuidado con la filosa lengua de don Artemio! ¡Y más cuidado aun con su terrible pluma! La misma pluma que escribió las ternuras melíferas de “Lirios de Flandes”, libro cuyo arrobado encanto hizo que un alto dignatario de la iglesia de España besara la mano a don Artemio —”esa mano —dijo— que escribió `Lirios de Flandes”‘— la misma pluma con que don Artemio dejaba en el papel muy suaves mansedumbres podía decir también tremendas cosas. Por ejemplo, al historiador y sacerdote don Mariano Cuevas lo llamó Valle Arizpe “arisco y atrabiliario padre jesuita”. Escribió el padre Cuevas un libro que llamó “El Libertador”, en el que puso por las nubes a Agustín de Iturbide, considerándolo el verdadero padre de la independencia mexicana. Pero don Artemio transcribe un texto de don Justo Sierra, en el que afirma que Iturbide “… tenía detrás una larga historia de hechos sangrientos y de abusos y extorsiones; era la historia de su ambición… exageró su celo, lo calentó al rojo blanco por lo mismo que no era sincero, y la espada de represión se tiñó en sus manos de sangre insurgente hasta la empuñadura”.    

Ese es el texto de don Justo Sierra. Lo comenta don Artemio: “Así y todo, muchos hay que quieren hacerlo pasar (a Iturbide) por un blanco cordero sin mácula, cuando no era sino hombre, todo un hombre hecho de carne pecadora. El padre jesuita don Mariano Cuevas en su libro ‘El Libertador’, se afana en querer persuadir de que no era sino un delicado y suave San Francisco de Asís con sable y charreteras…”.

Personaje de grandes controversias es, en efecto, Iturbide. Sus enemigos lo ven como el más cruel de los enemigos que la independencia tuvo, feroz adversario de los insurgentes a los que casi ahogó en una ola de sangre. En cambio quienes lo exaltan encuentran en Iturbide una especie de arcángel enviado por Dios para poner fin a los sufrimientos del pueblo mexicano y darle por fin la libertad. A tanto llegó la devoción que muchos sintieron por Iturbide que he oído decir que alguien pretendió iniciar una causa en Roma para obtener del Papa la beatificación de Iturbide, como paso previo a su canonización, que lo convertiría en santo venerado en los altares.

Extraños contrastes muestra Iturbide en su existencia. Ya hemos visto sus rasgos de ferocidad, la saña con que hizo siempre la guerra a los partidarios de la revolución, sus extremos de cólera, sus acciones de prepotencia vil. Pero por otra parte testigos de la época lo describen como un hombre muy religioso, dado a devociones y actos de piedad. Por ejemplo, no dejaba pasar un día sin rezar el rosario. Hasta en lo más recio de las campañas jamás se iba a dormir si antes no había cumplido esa devoción junto con su guardia personal. En su casa, después de la cena, reunía a su familia y a sus criados y acababa el día dirigiendo el rezo de los misterios del rosario. Si por algún motivo tardaba en llegar a su casa todos debían esperarlo, pues nadie se podía ir a la cama sin hacer el rezo.

Los enemigos de Iturbide dicen que todo eso no era sino hipocresía y falsedad. Otros afirman que su religiosidad era sincera, y que la dura persecución con que hostigó siempre a los insurgentes era precisamente por creerlos enemigos de la fe. En todo caso fue un ejercicio de religión el que puso a Agustín de Iturbide en el primer peldaño de la escalera que lo conduciría a la historia. Estamos ya en vísperas de que termine la larga lucha por la independencia. Y el principio del fin de aquella larga lucha tendrá por escenario una iglesia. Veremos en el próximo capítulo qué fue lo que en ella sucedió.