Campesinos pitayeros: los guardianes del oro rojo del desierto
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Campesinos pitayeros: los guardianes del oro rojo del desierto

El pueblo de lluvia convive y cuida sus cultivares como si fueran un ser mágico que escucha y sana


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(Primera parte)

La pitaya de mayo es uno de los frutos que tardan en producirse entre cinco y 10 años, dependiendo del tipo del suelo y las condiciones climáticas, tiempo en el que se debe ofrecer trabajo, paciencia y amor, una actividad que no cualquier persona podría realizar, pero que los campesinos de la zona denominada Mixteca Baja de Oaxaca, realizan con dedicación tratando a sus cultivares como un ser mágico que escucha y sana.

EL CUIDADO DE LOS CULTIVARES

El señor José González, originario de San José Chichihualtepec, tiene presente que gracias a sus papás y abuelos que en aquellos años se dieron cuenta que la pitaya era una fruta que llegaría a tener un gran valor. Ahora las nuevas generaciones están alegres de poder contar con una fruta tan exótica, tan natural y única en el mundo.

“Mi papá es uno de los descendientes de quienes sembraron las primeras plantas de pitayos y seguimos cultivando. El pitayero debe tener ese gusto y esa dedicación, debe pensar que es un trabajo redituable, pero no a corto tiempo, hay que esperar cinco o 10 años y luego ir sembrando más para que se vayan renovando las plantas, porque los pitayos como todo árbol se hacen viejitos y mueren”.

Actualmente, el pueblo de Chichihualtepec está enfocado en combatir las plagas para saber cuál es la que más daño causa a la fruta, aunque hasta ahora el único problema es una pequeña hormiga que afecta sólo a la cáscara de la pitaya, quitándole presentación de anaquel. El pueblo tiene muchos amigos y ya están trabajando con ingenieros y técnicos para tener un registro de todos los cultivares y poder combatir los insectos en su totalidad.

LAS PLAGAS

Don Pepe cuenta que para evitar plagas se deben instalar trampas en los pitayos desde la floración, para evitar que se acerque la larva, los pulgones, la mosca y la palomilla. “Me siento muy orgullosos de que el año pasado dimos un primero paso al exportar algunos cargamentos de pitaya. Hace tres días ya se fue nuestra primera carga del año, es el sueño que teníamos”.

El padre de José es el señor Emiliano Atinogenes, un conocido tejedor de la palma de Chichihualtepec y uno de los más famosos pitayeros que a sus 91 años, todavía participa en las ferias que se hacen en el pueblo. José dice que gracias a su padre, ahora están motivando a los jóvenes para que empiecen a plantar. “Independientemente de que ahora los jóvenes tienen una carrera o están estudiando, debemos enseñarles que siempre tienen que regresar al pueblo y estar cerca de nuestra Madre Tierra”.

De 78 años, Leonardo Rivera González comenzó a plantar sus primeros pitayos hace 10 años, una actividad que le heredó su papá, quien le enseñó a cuidar las plantas y a limpiar el pasto que crece alrededor cada tres meses, ya que los arbustos afectan la producción del suculento fruto.

“Cuando comienza a llover hay que ponerle abonó de ganado cabrío. En este inicio de temporada mi producción es de 30 a 40 kilos por recolección. Ahora sí no hubo por la falta de lluvias, el año pasado estuvo mejor”. Para don Leonardo la producción de pitayas es su único sustento familiar, aunque en algunas ocasiones ha sembrado maíz. Es así como a lado de su esposa, han sacado adelante a sus hijos que actualmente se encuentran estudiando y trabajando.

EL SER PITAYERO, UN TRABAJO DE TODA LA VIDA

El señor Severo Flores Ramírez lleva 40 años siendo productor de pitaya. Todos los días se levanta temprano y camina a su huerta para saber que necesitan sus pitayos. Él es el técnico de su cultivar, un trabajo de toda la vida. “Muchos se lamentan que estamos jodidos, pero en donde estamos hay mucha riqueza, pero no queremos trabajar. Este dinero espina, pero ahí está el billete”.

Señala que en la actual temporada la caja de pitayas cuesta 500 pesos, por ello el interés de incrementar la producción está creciendo en los campesinos de Chichihualtepec. “Los pitayos se recortan, se abonan y en cinco años ya está dando con una capacidad de producción de ocho años, luego se tienen que extraer las crías para que no se acabe”.

Por la falta de lluvias, este año don Severo está produciendo en sus siete hectáreas de cultivares alrededor de dos cajas de 22 kilos de pitayas por día, pero en otras temporadas ha llegado a producir hasta siete cajas diariamente, siendo la base principal el trabajo y el amor que uno le tenga a la huerta. “La huerta es un ser viviente, lo vas a ver y le hablas. Ella te oye, todas las tardes hablo con los pitayos; les digo que necesito. Llevo 24 años siendo diabético y estoy enterito”.

Para tratar su padecimiento, Severo ha acudido a diferentes médicos gastando su dinero, aunque comer pitayas ha sido su mejor remedio, así como la compañía de su inseparable esposa y los momentos que pasa con sus hijos cuando llegan a visitarlo desde la Ciudad de México, quienes lo ayudan a cosechar.

Para Severo y su esposa Flora, la pitaya es oro molido, porque sin trabajar duro, se puede tener un buen ingreso, sólo hay que saber esperar para tener la satisfacción.

“En esta vida crecí huérfano de padre desde los tres años. Mi madre fue quien nos sacó de esta pobreza; anduve descalzo, con muchos bichitos en mi cuerpo, no me bañaba. A los 12 años andaba encuerado, no había pudor, no había vergüenza. Mi mamá me daba todo, pero cuando me hice de obligación cada año hacía hijos, pero no sabía cómo los iba a mantener, esos sufrimientos me hicieron valorar lo que tengo ahora. De la pitaya vivo y soy feliz, es lo que les estoy heredando a mis hijos, quienes se fueron por necesidad, pero ahora ya van a regresar”, cuenta con mucho sentimiento.

La señora Flora Velasco Martínez, esposa de Severo, se siente muy afortunada por contar con el apoyo de su esposo, quien nunca perdió las esperanzas de sacar adelante a su familia. “Tuvimos cinco hijos y en ese tiempo no teníamos medios para darles escuela, se fueron muy chicos a trabajar, pero cuando vimos que la pitaya comenzó a valer, todos le echamos ganas. Cuando vienen mis hijos, ellos hacen las cepas y sacan la tierra, mientras que mis hijas se dedican a abonar los pitayos”.

Lee la segunda parte:

Campesinos pitayeros: los guardianes del oro rojo del desierto II

 


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