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Arte y Cultura

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Se desconoce todavía el origen.


Ventana Fotográfica: 1X300 | El Imparcial de Oaxaca
Santos de mi devoción. Fotografía de Bertha Cervantes ©

No solamente en las tribus lejanas de las montañas o de las selvas tropicales existen ritos iniciáticos. También acontecen en las ciudades capitales; incluso en colonias residenciales de bulevares y camellones floridos, donde residen familias acomodadas que pertenecen a la grande o pequeña burguesía: en las tardes del centro de sus salas, ornamentadas con sillones isabelinos, cristales que remiten a Murano y cerámica de Limoge, tienen lugar algunas danzas misteriosas.

Se desconoce todavía el origen. Los sociólogos no se ponen de acuerdo y los antropólogos insisten en que se trata de nuevos clanes urbanos compuestos por esquirlas de antiguos rituales esotéricos. Sus miembros están unidos por la herencia y la ternura. No es de extrañar: la genética es más fuerte que la avasalladora modernidad; la sangre corre por cauces paralelos a los iPhones, a los Whats App y a los visillos que filtran la luz, protegiendo del tumulto exterior.

Hay, sostienen los naturalistas, una memoria que transcurre en silencio al fondo de los lechos, que se transmite de cromosoma en cromosoma y que, de repente, se desprende de los siglos y se arranca en brincos haciendo uso del cuerpo de jóvenes promesas en disciplinas históricas y moleculares. El parquet de madera recibe sus pasos, reflejando en su brillo los saltos de las tres mujeres que, ataviadas con batas pulcras, giran en torno a la mesa con unas patas tan entornadas como sus piernas.

Por si hubiera alguna duda, se cuenta con un testigo ocular: un pequeño perro (un bichón, un poodle francés, un caniche… tampoco hay consenso en ello) que oscila entre mantenerse ahí quieto, con su cola alerta, contemplando a las hermanas girar en dirección al tiempo, o sumarse sin más a la danza, a ver si de casualidad obtiene así unen salmo o un gran hueso celestial.