Mormones: un holocausto
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Mormones: un holocausto

 


El 4 de noviembre, hace 6 días, entre Sonora y Chihuahua fueron masacrados miembros de la Colonia Mormona LeBaron. Eran tres mujeres y seis infantes. No hubo piedad, metralla, sangre, fuego, crueldad, impiedad; fue una masacre equiparable al holocausto Nazi o a la sanguinaria toma de los pueblos de Canaán por los israelitas. Fue un hecho de terror que la sociedad no debe ver con indiferencia y el gobierno no debe desdeñar. No hay justificación, ni aun tratándose de una pretendida “confusión”.

Era parte del Virreinato de la Nueva España. Era una fracción de la Provincia y luego Intendencia de la Nueva California. Los grandes exploradores españoles, con audacia y temeridad, llegaron a conocer y posesionarse en esos vastos territorios que le heredaron al Imperio Mexicano de Iturbide. Luego, la débil república mexicana perdía todo ese tesoro territorial, como víctima de la expansión ambiciosa de los americanos: 1848, Tratados de Guadalupe Hidalgo.

Ahí merodeaba la tribu de los yutes, por eso los conquistadores llamaron Yuta a ese que parecía un infértil y gigantesco páramo, con un lago de agua salada, inútil para el riego. Ya en poder de los gringos, acomodaron la grafía a la lingüística inglesa: Utah, que se convirtió en territorio.

A ese alejado sitio llegaba Brigham Young, con sus 27 esposas. Era el heredero espiritual de Joseph Smith, el profeta de una nueva religión. A ese joven que en 1830 fue convencido por el ángel Moroni, hijo de Mormón, para que transcribiera de unas misteriosas planchas de oro, las nuevas escrituras que revelarían a un Jesús redentor aparecido en el continente americano. En Palmira, Nueva York, Smith recibía según contó, la revelación de la verdad que completaba a la Biblia: una tribu dispersa en la confusión de las lenguas, había ido a parar a lo que sería el Nuevo Mundo.

Con una tenacidad a toda prueba, Smith como profeta, fundaba la llamada Iglesia de Jesucristo de los Santos de los últimos Días, hoy conocida como “los mormones”. Pero la ferocidad calvinista del este de los Estados Unidos, no toleraría una nueva creencia apartada del credo protestante. Fue perseguido y huyó con su comunidad hasta ser linchado y masacrado en Illinois.
Tocó a Brigham Young, conducir como Moisés, en el Sinaí, a la nueva comunidad hasta cruzar más de medio territorio y asentarse justamente en Utah, su “tierra prometida”. Fundaron Salt Lake City y ahora florece una gran Universidad en Provo. Cuando pidieron ser un estado más, una estrella más en la bandera de las barras y las estrellas, les fue negado a menos que abandonaran lo que para la ética protestante era inmoral: la poligamia, por cierto, para ellos, justificada en la Biblia y en el Libro de Mormón. Tuvieron que acceder y entonces Utah se iría convirtiendo en un próspero estado agrícola que luchó contra las adversas condiciones de la naturaleza.

Pero no todos los mormones aceptaron la nueva regla y se produjo más de una escisión. Una de ellas, la “Iglesia de los primogénitos” decidió emigrar y fue Chihuahua el sitio elegido. Como los menonitas (otra rama fundamentalista del protestantismo procedente de Países Bajos), el gran estado norteño de México parecía ser la otra tierra prometida.
Los mormones mexicanos fundaron colonias prósperas y familias numerosas y trabajadoras. Pero también, como todas las heterodoxias, han sufrido discriminación, envidia y han sido víctimas de la violencia que hoy, más que nunca, aqueja a nuestro país.

Los balazos del crimen organizado y del desquiciamiento mental, no se combaten con abrazos, ni con reprimendas de las mamás o abuelitas de los malvados, al fin son generaciones que transmiten un código genético basado en la muerte como emblema de una nefanda actividad. El ser humano es el ente más irracional en la naturaleza. Las fieras son depredadores naturales que actúan por instinto de supervivencia. La maldad humana es quizás el error de Dios. ¡Que no se repita! Que México no sea un lugar de matanzas ni de venganzas, como está sucediendo, sin que nada parezca detener esa perversidad innata.