La treinta y tres, uno
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La treinta y tres, uno

 


  • Una pandilla de leyenda

La treinta y tres, uno, era el nombre que, entre 1953 –1958, identificaba a un grupo de treinta y cuatro amigos, que iban al Instituto de Ciencias y Artes del Estado y después Universidad “Benito Juárez” de Oaxaca; sus edades iban de los 13 a los 21 años; los que eran de provincia estaban inscritos en las escuelas de Comercio y Derecho.
En ese tiempo, las escuelas de la Universidad eran: Medicina, Preparatoria, Comercio y Administración, Derecho y Bellas Artes; todas estaban en lo que conocemos como edificio central.
Fueron parte de la vida cotidiana de la ciudad de Oaxaca y marcaron la segunda parte de la década de los 50s sin crear ningún conflicto con la población.
Les tocó vivir la transición del Instituto Autónomo de Ciencias y Artes del Estado de Oaxaca a Universidad “Benito Juárez” de Oaxaca y la formación del primer grupo político estudiantil dentro de la Universidad, la Sociedad Estudiantil Benito Juárez.
No fueron los únicos, había otras agrupaciones de muchachos que venían de provincia, con el respaldo económico de familias que podían costearles sus estudios en esta capital; vivían en pensiones que les proporcionaban hospedaje y alimentación, llamadas casas de pupilos.
Conocí la de tía Lipa y la de tía Licha; las dos en la calle de Bustamante. En Armenta y López, entre Hidalgo y Guerrero, había otra.
La diversión de los jóvenes, los domingos a medio día al salir de misa de doce y en la noche al salir de misa de siete era caminar alrededor del zócalo y obsequiar ramitos de gardenias a sus novias o amigas.
No había discriminación o minorías selectas que se distinguieran; todos eran iguales y todos convivían con todos. Sobresalían los muy estudiosos y las más bellas e inteligentes.
El liderazgo ejercido por los jefes de la treinta y tres uno era muy fuerte e influía en el resultado de las votaciones para elegir al Consejo Directivo de la Federación Estudiantil Oaxaqueña y a los integrantes de la mesa directiva de cada escuela. El espacio sagrado donde actuaban era dentro del Instituto.
Se caracterizaron por realizar apasionadamente sus actividades diarias, como aprender a bailar; jugar billar, ser albureros; a jugar básquetbol, béisbol, natación, atletismo, ciclismo, boxeo, fútbol y se daban tiempo para divertirse, compartir inquietudes y para estar sobre los libros.
La mayoría superó los más grandes obstáculos para estudiar en ese tiempo, que eran, las calificaciones y la asistencia: Con dos cincos o seis faltas en el año perdían derecho a examen ordinario.
Tenían ideales y una filosofía en común; juntos encontraban apoyo, afirmaban su amistad; obtenían respeto y reconocimiento; hecho que los llevaba a realizar movimientos en grupo, como ir a una fiesta o hacer, a su modo, actividades violentas como expresión de rebeldía.
Su ley era no dejar ni una carta sin respuesta, en donde fuera, solos o en bola. Peleaban con los puños y uno contra uno; “nunca se subestimo, ni se permitió menospreciar a nadie. Que nos iban a ofender y que nos quedáramos callados”.
El Soplón, el uno, iba de avanzada para explorar el terreno con disimulo y en secreto; escuchando y observando si había amenaza de algún ataque o desafío, y, en caso de peligro, avisaba de manera oportuna, para que mejor se fueran con su música a otra parte.
Los Lunes del Cerro trepaban en fila de dos en fondo hasta la bandera y subían y bajaban, el mismo día, dos o tres veces.
Al inicio del curso escolar como novatada rapaban a los de nuevo ingreso, a los macoloches y a los de segundo, también.
Algunas veces entraban al cine, en el Teatro Macedonio Alcalá, sin pagar. Para hacerlo se formaban en El Castor, tienda de ropa y calzado para caballero, que estaba en Av. Independencia, acera norte, a media cuadra, entre Alcalá y 5 de Mayo. A la cuenta de tres arrancaban a correr hasta entrar. A veces llegaba la policía y con sus linternas los buscaban inútilmente pues como por arte de magia habían desaparecido.
Las corridas eran similares, comían tacos y huían sin pagar; eran tacos corridos que no estaban incluidos en el menú.
La bendición de los anímales en la plaza de la Merced, el 31 de agosto, en la fiesta de San Ramón; era costumbre de los oaxaqueños desfilar con sus animales muy arreglados “de mil maneras y a la cual más original y divertid” entre ellas la de la 33.1 que disfrazaban a dos estudiantes, que eran cazados muy temprano en las calles aledañas al Instituto, a dónde eran introducidos para pintarlos; uno vestido de mujer con el traje típico de alguna de las siete regiones era montado en un burro que tomaban “prestado” del mesón de la Merced, y el otro, él que jalaba al burro lo disfrazaban de hombre de la misma región.
Una banda de viento, cornetas, cuetes, la palomilla completa y estudiantes, formaban el cortejo que salía del Instituto hasta la Merced. Como buenos cristianos llevaban a bendecir a la pareja y al burro a una la pileta que había en el jardín del templo de la Merced.
Una vez santificados con el agua bendita regresaban al Instituto para recuperar los trajes y entregar al burro, después de darle una “pasadita” a los puestos de fruta del mercado de la Merced y a los puestos de dulces regionales del portal de Flores; especialmente a los de Nico.
Cuenta la leyenda que en una pelea contra los Camaleones de la Normal en la plaza de la Danza, llegó el Gobernador y les preguntó ¿por qué pelean? todos a una le expusieron sus razones. Después de escucharlos, volvió a preguntar ¿Qué quieren? ¡Pelear! le contestaron. Se hizo para atrás y les dijo: bueno, pues… ¡Peleen! y cada quien agarró a su pareja; después de un rato, el Gobernador palmeo tres veces las manos y les dijo: ¡Ya! ¡se acabó! El pleito cesó de inmediato. Cada quién regresó a su edificio, satisfecho, había ganado.
Otro de mis informantes me cuenta que esta contienda fue a pedradas y el Gobernador intervino coordinando a los Directores del Instituto y al de la Normal para terminar el pleito.