El sismo de nuestra vida
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El sismo de nuestra vida

 


Se decía en viejas consejas oaxaqueñas, que si se escuchaba el canto de un gallo a prima noche, antes de medianoche, era presagio de temblor. Por lo visto, el kikirikí nocturno era frecuente como frecuentes eran y son los temblores. Ya no hay gallos en las casas provincianas, aquellas con corrales en las azoteas; ahora hay alertas sismográficas que se activan segundos antes de un movimiento telúrico de magnitud mayor. El canto del gallo avisaba con más anticipación, pero de todas maneras era inevitable el susto, pánico e invocación Divina al momento del sismo.

Un historiador y sacerdote americano, Joseph H. L. Schlarman, escribió la famosa obra, México tierra de volcanes, impresionado no por los efectos de del dios griego Hefestos en nuestro país, sino por las brutales convulsiones sociales, políticas y humanas que nos han azotado desde que somos nación independiente y particularmente durante y después de la llamada “revolución mexicana” (no puedo escribir con mayúscula a una de las grandes tragedias que ha padecido nuestro país). Algún geólogo o algún científico escribirá seguramente alguna obra que debe llamarse México tierra de temblores, porque si bien dos o tres volcanes tienen cierta actividad en algunas épocas, desde 1943 en que el Paricutín hizo erupción y cubrió toda una población (salvándose la Iglesia de San Juan) en Parangaricutiro, Michoacán, no hemos padecido más que alarmas, especialmente en el Popocatépetl y en el Volcán de Fuego.

De temblores pueden platicar todas las generaciones vivientes de mexicanos. Las costas del Pacífico Sur y el Altiplano, la Meseta de Anáhuac, son las principales zonas afectadas por terremotos. Hay quienes recordamos el temblor de 1957 que hizo caer a la Victoria Alada (“el ángel”) de la Columna de la Independencia y nuestros padres y abuelos nos recordaban la brutalidad de los temblores de Oaxaca en 1928 y en 1931, cuando Antequera fue destrozada por esa fuerza contundente de la Naturaleza. Puebla revive hoy lo ocurrido en 1999.

Los millenials no vivieron el espantoso sismo de 1985, pero ahora han sido testigos y víctimas muchos de lo acontecido en este septiembre de 2017, el día 7 con la destrucción en Oaxaca y Chiapas y, precisamente en el fatídico 19 cuya área de destrucción ha sido como en el ‘85 la capital de País: México, sensible en su urbanización por un subsuelo que albergó un lago, una profundidad acentuada por el agotamiento de los mantos freáticos y por la irresponsabilidad de autoridades y constructores, unos al permitir y otros al erigir edificios sin especificaciones de seguridad adecuadas.

Nuestro guerrero y belicoso Himno Nacional, que nos advierte el retemblar de los centros de la tierra por el sonoro rugir del cañón, debió tal vez decir que son los terremotos los que provocan ese retiemble. También el himno le dice a la Patria que el cielo un soldado en cada hijo le dio, omisión que la historia certifica y que con lo sucedido en 1985 y ahora en 2017 debiera cantar a los voluntarios anónimos, héroes espontáneos de una guerra no victoriosa frente a Natura, pero que ha hecho florecer los más digno y honroso del ser humano: su solidaridad con el prójimo que responde más al Evangelio que la exaltación inútil del patrioterismo ramplón que ejercen los políticos mexicanos, ausentes en la ayuda, mezquinos en la colaboración, pretendiendo decir que donan lo que no es suyo, en vez de devolver el dinero que es de las víctimas, de los voluntarios y de los héroes rescatistas de los brutales efectos de los temblores mexicanos, inherentes a nuestra vida.

Richter y Mercalli idearon escalas para medir la magnitud y destrucción de los terremotos. Fueron testigos de esos fenómenos que azotan muchas regiones del mundo ¿Habrá una escala para valorar la magnitud del amor al prójimo? Si la hubiera, los voluntarios y rescatistas mexicanos tendrán el óptimo de esa medida. Nuestro reconocimiento a su valor. Mis condolencias nuevamente a las familias afectadas.