De terremotos
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De terremotos

 


Tierra en movimiento, terraemotus para los romanos, seismós según los griegos, seísmo conforme los peninsulares, sismo en nuestra manera, o temblor en el coloquio. Varias formas para un mismo fenómeno otorgado por la Naturaleza; y digo otorgado porque es algo que se da al ser humano para que reconozca su pequeñez y su verdadero lugar en un mundo pródigo en sus dones, pero lacerante en su disciplina para recordarnos que estamos transgrediendo las normas y leyes inmanentes del universo.

Vivimos no sólo en la franja tropical, sino en una de las zonas sísmicas más peligrosas del mundo, cerca de placas tectónicas, en movimiento permanente y rodeados de fallas geológicas que van abriendo brecha poco a poco en el subsuelo y consecuentemente en la superficie. La temporada de ciclones tropicales se da en nuestro verano que no es la estación más calurosa en nuestra latitud, al contrario, está probado que los meses más fríos en promedio anual son precisamente los de la temporada de lluvias. Eso decir el “ardiente verano” es una burda aspiración del verano austral, allá por encima de los 35 grados de latitud norte; nuestros meses cálidos son los de primavera y en el estío debemos andar a veces abrigados, con gabardina y paraguas además de padecer, como en tiempo frío, enfermedades respiratorias.

Hay temblores por millares todos los días. Los alarmistas creen que es algo nuevo. No, lo nuevo son los sismógrafos e instrumentos de medición que hoy en día nos informan de cualquier movimiento por leve que sea.

En 1935 Charles Richter, un científico de la Universidad de California, desarrolló un método para calcular la magnitud de los temblores que es la famosa “Escala de Richter”, que no se debe medir por grados, sino por magnitudes conforme a la amplitud de las ondas que genera el indicador del movimiento terráqueo. La escala es logarítmica, es decir, que cada nivel de magnitud ascendente se multiplica geométricamente. Cuando los locutores se espantan por un terremoto de magnitud 6, piensan que es muy cercana al 8 y no es así, sino que entre 8 y 6 puede haber una trepidación 300 veces mayor y no sólo de dos niveles.

Con el terremoto de magnitud 8.2 sufrido el 7 de septiembre, se afectaron poblaciones del Istmo de Tehuantepec principalmente. Los daños han sido proporcionales a la infraestructura y estructuras urbanas, es decir pocos, pero grandes en cuando al dolor humano. Muchos se extrañan de que en la Ciudad de México no haya habido los daños que se sufrieron el 19 de septiembre de 1985 porque no imaginan (y pocos explican, salvo científicos de la Universidad Nacional), que si bien en el epicentro la magnitud fue alta, al llegar al Altiplano la fuerza viene disminuida, a diferencia de hace 32 años que fue un sismo trepidatorio, cuya fuerza vectorial es primero ascendente y al regresar la inercia incrementada destruye edificaciones, causa derrumbes y va colapsando espacios urbanos.

Aquí ha temblado y estamos padeciendo una intensa temporada de lluvias provocadas por los huracanes, tan destructores como los terremotos. Otra cara: Harvey, Katia, Irma, José, parecen sencillos nombres de vecinos, pero en realidad son fuerzas avasalladoras que están destruyendo espacios habitables y conurbaciones enormes en Texas, Florida y Luisiana. Reconstruir tendrá costos poco imaginables. Lección que debe aprender el “Perverso de Mar-a-Lago”, cuya obsesión por el muro fronterizo se dará de topes ante la magnitud de lo que costará restablecer la armonía en el sureste de los Estados Unidos.

En México, como tarea de Sísifo, emprenderemos otra y otras reconstrucciones. Juchitán no será la última. Vendrán más temblores originados en la placa tectónica del Pacífico y las derivaciones de la falla de San Andrés. Tal parece que debemos estar siempre preparados, como lo advierte el libro de Revelación (Apocalipsis). No tenemos comprado el poder sobre la Naturaleza, madre y maestra rigurosa. Nuestra más sentida condolencia a las familias afectadas.