Un juicio innecesario
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Opinión

Un juicio innecesario

 


• FERNANDO A CALDERÓN Y RAMÍREZ DE A.•

• I parte •

Lord Gelsy avanzaba caminando despacio por la sinuosa carretera, a su alrededor, se veían los mirtos florecer, era una primavera espléndida como se observa en los límites de la Inglaterra señorial. El último pueblo estaba a unas dos millas a sus espaldas. A esa misma distancia por delante, le habían informado, había otra carretera tan importante como la anterior en donde podría tomar un autobús que lo conduciría a las inmediaciones de su destino. Una conversación casual en su cálido y fraternal club, le había mostrado, algunos meses atrás que en una casa de campo cerca de Londres se encontraban algunos manuscritos con estupendas opiniones jurídicas del Lord canciller Bacon las cuales aún estaban inéditas, cosa que las hacía importantes a los ojos de cualquier jurista.
Lord Gelsy, que ya entonces no era presidente de ningún tribunal de justicia, y que había concluido y publicado su Historia de las Leyes Orgánicas, supuso que la edición de tales escritos le proporcionarían un agradable esparcimiento en medio de sus actuales estudios sobre las partes más complejas de los escolásticos cristianos. Había aprovechado ese fin de semana que estaba pasando en los alrededores para organizar, gracias a la buena voluntad del dueño de la casa, una visita de inspección dado que, como había comentado el propietario con la amargura de sus problemas financieros, no todo lo que está ahumado es tocino, en realidad haciendo una parodia del apellido Bacon.
Lord Gelsy había sonreído ya que lo dicho era especialmente cierto y que el propio Bacon no hubiera mejorado la broma.
Se encontraba caminando por una zona muy desierta del país. Había buen cuidado de seguir las indicaciones recibidas. Y en realidad sólo en dos puntos hubiera podido equivocarse de camino, y Lord Gelsy estaba seguro de no haberse equivocado en ninguno de los dos. Pero tenía la sensación de estar tardando mucho, mucho más de lo previsto. Volvió a mirar su reloj y se dio cuenta con una profunda desaprobación de su propio criterio, de que sólo habían pasado seis pequeños minutos desde que había consultado su reloj por última vez. Le parecía más bien que hubieran pasado dieciséis. Lord Gelsy frunció el ceño. Normalmente era buen andarín y aquella mañana no sufría ninguna fatiga fuera de lo normal. Su excelente anfitrión se había ofrecido a llevarlo en su coche, pero él amablemente había rehusado. Durante un instante, mientras ponía el reloj en su sitio, casi lamentó haber rehusado. Ir en el automóvil hubiera acortado el recorrido por aquella carretera y ahora mismo sus piernas fatigadas parecían estarlo alargándolo.
Oh bien dijo Lord Gelsy en voz alta, están haciendo más largo el tiempo. Se fue entreteniendo, mientras caminaba con el pensamiento de que todo trayecto en el espacio tiene una medida correspondiente en el tiempo; y que cada trayecto tiende, de por si, a acelerar o retrasar a quienes lo recorren, sea a pie o en automóvil. La naturaleza de algunos caminos, al margen totalmente de su eficacia material podía impulsar a la gente a ir más de prisa y la de otros a ir más despacio. De forma que las intenciones de cualquier viandante se verían constantemente afectadas por las vías que utilizase. Será razonable, pensó, que los tribunales lo tuvieran en consideración en caso de los delitos cometidos por exceso de velocidad, pues el hombre que acelera en un determinado camino podría estar actuando bajo la perniciosa influencia del trayecto, mientras que tal vez pudiera demostrarse que quien hiciese lo mismo en otra habría obrado desafiando e imponiéndose al trayecto.
Lord Gelsy acababa de detenerse y había vuelto a consultar su reloj. Era imposible que hubieran pasado más de cinco minutos desde la vez anterior. Se dio la vuelta para observar, si era posible saber cuánto camino había recorrido desde entonces. No le fue posible; la carretera se estrechaba y curvaba demasiado. Había detrás de él una nube de árboles de gran altura. Debía de hacer media hora que los había atravesado pero no se limitaban a seguir estando visibles, sino que se distinguían uno por uno. Estaba en condiciones de apreciar que eran árboles. Y si ponía extremo cuidado podía contarlos. Pensó con cierta irritación que debía estar envejeciendo más de prisa y más imperceptiblemente de lo que suponía. No le preocupaba mucho la velocidad, pero sí la falta de percepción. Le agradaba apreciar los distintos cambios que iban sobreviviendo con la edad. Estar lo bastante atento y ser lo bastante rápido para observar esos cambios que iban acaeciéndole; la progresiva lentitud del paso, el tono más reflexivo de la voz, la mayor dificultad para decidir, la propensión e ir construyendo hábitos, el deseo por lo conocido que constituye la primera aproximación, en forma de escaramuzas, de la ignota muerte.
Nunca se alegraba ni se quejaba de tales cambios. Tan sólo los observaba con su perpetua curiosidad por los misterios de la creación. La fantasía de ir envejeciendo, como la fantasía de ir haciéndose mayor, formaba parte de la inefable dulzura, pero desde luego con su toque de horror, de la existencia, que era de por sí la suprema fantasía. (Continuará…)