De populismos (I parte)
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De populismos (I parte)

 


Los factio popularium romanos de la época de la república, fueron una suerte de populistas a la antigua, ya que se oponían y criticaban a la aristocracia. Alentaban una suerte de consulta popular para inducir decisiones de gobierno y de Estado, de manera que la práctica no es una novedad. Sin embargo, los populistas de entonces buscaban sinceramente el bien común a través de la justa distribución de los bienes público o res publica, la cosa pública, la propiedad de la nación diríamos hoy, aunque semánticamente república tiene ya otra connotación.

En la actualidad, usamos “populismo” a los gobiernos y gobernantes (y aspirantes a tal) que alegan una lucha personal contra los privilegios y propalan mensajes como la eliminación de la pobreza mediante promesas de reparto equitativo de bienes públicos, pero en detrimento de la riqueza existente en las tesorerías y la hacienda de la nación, generando principalmente adhesiones incondicionales de la gran masa de pobres a quienes se dirige el discurso, pero que a su vez las políticas populistas afectan el valor de las monedas, producen espirales inflacionarias imparables y generalización de la pobreza. Esto aplicable por lo general a países llamados “en vías de desarrollo”, del Tercer Mundo, subdesarrollados o “emergentes” (por calificativos eufemísticos no paramos).

Sin embargo, el populismo en su concepción actual, no sólo es un fenómeno del justicialismo al estilo de Perón y Evita, o de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, o de Daniel Ortega y Evo Morales; sino que ya ha trascendido a países altamente desarrollados como los Estados Unidos de América, el poderoso vecino, a cuyo gobierno arribó en 2016 el que debía ser innombrable: Donald Trump, quien ha sabido utilizar las redes sociales para difundir sus políticas, su criterio y su propia visión de la economía, del gobierno y de la política exterior. Trump se vale de un “populismo a la inversa”: no predica el reparto de dinero ni de programas sociales a los pobres, a quienes trata con desprecio, sino que preconiza el reforzamiento de la riqueza nacional de su país mediante una política exterior basada en la protección de la industria local, aplicando irresponsablemente una guerra comercial contra países que tienen superávit sobre la balanza de comercio estadounidense.

Trump califica groseramente a México y a China como países que se han aprovechado y abusado de la “generosidad americana”.
Aplica epítetos insolentes a empresarios extranjeros como si fueran delincuentes al vender a Estados Unidos productos que demanda la industria y el comercio de ese país. El trato mercantil es así y al contrario de los sofismas de Trump, la economía norteamericana se ha fortalecido a lo largo de la historia gracias a que ha invertido en el extranjero obteniendo bienes y servicios baratos, que dejan holgadas ganancias a sus empresas. Omite mencionar que, en materia de crédito, los países subdesarrollados deben tanto dinero por deuda pública y privada a la banca de EU, que excede con mucho el saldo negativo de la balanza comercial americana.

El populismo de Trump, basado en su frase “Make America Great Again”, le ha favorecido políticamente en los sectores del conservadurismo republicano. La ha emprendido contra la prensa y algunos medios con otra de sus frases favoritas “Fake News”, agrediendo a periodistas y comunicadores con insolencia y majaderías. Su estilo de gobernar va encaminado a su reelección en 2020 lo cual no augura nada bueno para los países que tienen fuerte intercambio mercantil con su país. Pero en la realidad, la política exterior americana, desde Jefferson, Monroe, Wilson, Eisenhower, Kennedy, Nixon, Bush, Obama o Trump, será la misma que describió Henry Kissinger en obras como Diplomacy o Does America Need a Foreign Policy?, que retratan el interés por beneficiarse mediante el comercio, la guerra y lo que se llamó “imperialismo”, encaminado a favorecer su economía. (Continuará).