¿Estadista?
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¿Estadista?

 


Se pueden hacer juegos de palabras e inventar aforismos como “no todo político es estadista y no todo estadista es político”, pero en la actividad de Estado y de gobierno, en la Realpolitik, el estadista debe hacer política y el político puede quedar rezagado en un ideario, en una utopía o en caprichos y ocurrencias.
A los mexicanos, poco dados en la actualidad a las tareas creativas de la industria, las artes y la tecnología, nos da por la política, esto es un decir, porque para nosotros las políticas es cotilleo, cotorreo, sobremesa, crítica, sorna, mordacidad, asombro, denuestos y amargura en muchos casos. Vivimos esperanzados en un mundo ideal de democracia, misma que se nos ha puesto al alcance pero que la hemos despedazado (en caso de que nos hubiera llegado como pieza entera), o la hemos hecho una masa informe sin moldeo, lo que ambos casos desemboca en desastre.
Si nos atuviéramos a lo que hemos ideado e idealizado por democracia, invariablemente volteamos hacia el norte, hacia la democracia americana tan admirada, ponderada y preconizada por Tocqueville, que a lo largo de más de dos siglos se distinguió por acertar en la elección de presidentes, la mayor parte de ellos verdaderos estadistas, que pensaron en la grandeza de su país y en el legado político y social que dejarían a las generaciones siguientes. Por supuesto que los opinólogos pensarán en Churchill y su famosa comparación entre estadista y político, siendo éste el oportunista que en su conclusión mental está primero el alarido, la promesa y desde luego las elecciones, a diferencia de quien accede al poder para la creatividad y el aprovechamiento de las potencialidades de la sociedad entera.
En el llamado “México Independiente”, a partir de 1821, nuestro país ha tenido muy pocos estadistas. El primer jefe de Estado que tuvimos fue Iturbide, que creyó peregrinamente en la monarquía como solución a la anarquía reinante. Pronto la realidad deshizo cualquier sueño imperial, como deshizo también los ensueños federalistas y centralistas. Santa Anna fue un “fan” del poder, era valiente pero atrabiliario y carente de dotes de estadista, por eso favoreció el desastre. Sin duda, por su inteligencia y visión, Juárez puede ser el primer estadista que hubo en México, si bien la ambición de poder y lo torcido de su actuación descompusieron la vida cívica y expuso la soberanía de México, por más que se exalten virtudes jurídicas, su constitucionalismo, su liberalismo y un presunto apego a la ley, a la cual nunca respeto, pero sin duda supo ejercer el poder.
Aunque a muchos no guste, Maximiliano I de México (así era el título oficial) a pesar de su juventud (a los 32 años llegó a este país y fue fusilado a los 35), tenía verdadera talla de estadista al provenir de una familia imperial acostumbrada al ejercicio de gobierno y al mando. La nación mexicana tuvo un estadista completo en Porfirio Díaz, cuya enorme personalidad fue forjada en el trabajo, en la milicia verdadera y en la política misma. Dio estabilidad a un país destrozado y lo recibió, éste sí, en bancarrota, de la cual logró sacarlo para hacer de México un país respetado y a él un estadista reconocido mundialmente, causando por ello envidia interna y rencor externo (de los Estados Unidos) que se conjuntaron para generar una “tercera transformación” que empobreció al país.
Sin embargo, de la revuelta surgieron figuras como Obregón, con verdadera madera de estadista, cuyos aciertos, especialmente en Educación, con Vasconcelos, nos ubicaron como una nación en las fronteras del mundo civilizado. Siguió Calles, que supo ejercer el mando, pero cuya crueldad e intransigencia trajeron otra brutal guerra, la Cristíada, que dejó al país en una profunda división y crisis moral.
La democracia mexicana pudo ser artífice de un estadista modelo. Pero hemos escogido en algunos casos a clowns de la política. Está por verse si ahora moldeamos un estadista o la prolongación de ocurrencias personales, sesgadas y por lo que se ve, peligrosas para la estabilidad del Estado mexicano.