Momotaro en el teatro Alcalá
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Momotaro en el teatro Alcalá

 


Para hablar de Momotaro debo remontarme a 1961, regresar al teatro Macedonio Alcalá y subir las escaleras hasta gayola para poder contarles lo que vi. Lo vi, no me lo contaron; es un testimonio para todos y para ninguno; la impresión que me causó a los catorce años cuando cursaba el segundo año en la Escuela de Comercio en la Universidad “Benito Juárez” de Oaxaca hizo que guardara esto para siempre.
La función era de gala, el Teatro lleno e iluminado con luz roja y naranja, los actores maquillados, la cara de blanco resaltando los rasgos de la personalidad humana hicieron su entrada al escenario atravesando la pasarela; sus canciones eran dulces y armoniosas que reflejaban la paz interior de los actores; su entusiasmo era contagioso.
No sé y por lo tanto no puedo decir cómo me enteré ni como pude ir sin permiso de mis padres, pero este recuerdo extraordinario nadie me lo quita.
La obra era “Momotaro: el niño melocotón” y la presentaron tres veces, actores adolescentes, estudiantes de la Universidad de Osaka, Japón, quienes hacían un recorrido por Yucatán, Veracruz y Oaxaca.
Siendo director de la escuela preparatoria el doctor Jorge Pérez Guerrero, hicieron una visita un grupo de estudiantes japoneses a la ciudad de Oaxaca; el doctor Pérez Guerrero se presentó a las aulas informando de la visita y preguntando si habría forma de hospedarlos en nuestras casas, porque el mayor interés de ellos era la convivencia y conocer nuestra cultura, fueron alojadas en casas particulares.
Momotaro, el niño melocotón es una leyenda popular japonesa que según cuenta Cristina Rodríguez Lomba (1), hace muchos años vivía en el lejano Japón una pareja de ancianos que no había tenido hijos. El hombre era leñador y su esposa le ayudaba en la tarea diaria recogiendo troncos y maderas.
Un día salieron los dos al campo y mientras el hombre trabajaba, ella se acercó al río a lavar la ropa, ¡menuda sorpresa se llevó la buena mujer!,flotando sobre las aguas vio un enorme melocotón. Llamó a su marido y entre los dos, consiguieron llevarlo hasta la orilla.
Si encontrar un melocotón gigante fue algo muy extraño, más raro fue lo que vieron dentro… al abrirlo, de su interior salió un pequeño niño de tez blanca que sonriente les miraba con sus grandes ojos negros como el azabache. Los ancianos se pusieron muy contentos y se lo llevaron a casa. Le llamaron Momotaro, pues, en japonés, Momo significa melocotón.
Momotaro creció muy sano y fuerte, más que el resto de los niños del pueblo. Con el tiempo se convirtió en un joven bondadoso al que todo el mundo quería y respetaba.
Por aquellos años con frecuencia asaltaban la aldea unos demonios que ponían todo patas para arriba, robando todo lo que podían y atemorizando a sus habitantes. La tarde en que Momotaro alcanzó la mayoría de edad, todos propusieron que fuera él quien salvara al pueblo de los molestos demonios.
– ¡Es un honor para mí! Iré a Onigashima, la Isla de los Demonios y les daré un buen escarmiento para que no vuelvan por aquí –dijo el joven mientras le ponían una armadura y le daban provisiones para unos días.
Dispuesto a cumplir su misión cuanto antes salió del pueblo y tras varias horas caminando, el valiente Momotaro se encontró con un perro.
– Hola Momotaro… ¿A dónde vas? – le dijo el animal.
– Voy a la isla de Onigashima a derrotar a los demonios.
– ¿Me das algo de comer que tengo mucha hambre? – preguntó el can.
– Claro que sí. Llevo bolitas de maíz… ¿Te vienes conmigo a la isla y me ayudas?
– Sí… ¡iré contigo! – le respondió el perro agradecido.
Al ratito, Momotaro y el perro se cruzaron con un mono.
– Hola… ¿A dónde vais tan rápido?
– Vamos a Onigashima a vencer a los demonios de la isla ¿Quieres venir con nosotros? Llevo ricas bolitas de maíz para todos.
El mono aceptó y se unió al grupo a cambio de un poco de alimento. Poco después se les acercó un faisán.
– ¿A dónde os dirigís, amigos?
– A Onigashima, a ver si conseguimos deshacernos de los demonios- afirmó Momotaro.
– Perfecto, me apunto a ayudaros – dijo el faisán con voz algo chillona. A cambio, Momotaro compartió también con él su comida.
Llegaron a la costa y el extraño cuarteto embarcó en un velero que les llevó hasta la isla. Cuando avistaron tierra, el faisán voló sobre ella para echar un vistazo y regresó a donde estaba el barco.
– ¡Están todos dormidos! ¡Vamos, entremos! – gritó desde el aire a sus compañeros.
Desembarcaron y se acercaron a la gran muralla tras la cual se refugiaban los demonios. El mono entró en acción y trepando por el alto muro de piedra, saltó hacia el otro lado y abrió la enorme puerta desde dentro. Bajo las órdenes de Momotaro, todos irrumpieron gritando.
– ¡Eh, demonios, salid de vuestro escondite! ¡Dad la cara, no seáis cobardes!
Los demonios, recién levantados de su larga siesta, se sorprendieron al ver al chico con los tres animales. Antes de que pudieran reaccionar, el perro empezó a morderles, el faisán a picotear sus cabezas y el mono a arañarles con sus fuertes uñas. Por mucho que los demonios quisieron defenderse, no tuvieron nada que hacer ante un equipo tan valiente y bien organizado.
– ¡Ay, ay! ¡Nos rendimos! ¡Dejadnos en paz, por favor! – suplicaban desesperados.
– ¡Sólo si prometéis dejar tranquila a la gente de mi aldea! – les gritó Momotaro – ¡No quiero que os acerquéis a ella nunca más!
– Sí, sí… ¡Haremos lo que tú digas! – bramaron los demonios sin fuerzas ya para defenderse.
– Está bien… ¡Pues ahora devolvednos todo lo que le habéis robado durante años a mi gente!
Así lo hicieron. Momotaro y sus pintorescos amigos cargaron una carretilla con cientos de monedas y joyas que los demonios habían quitado a los habitantes de la aldea y se despidieron de la isla para siempre.
Al llegar al pueblo, fue recibido como un héroe y compartió el éxito con sus nuevos y fieles amigos.
(1)Fuente: https://www.mundoprimaria.com/