Demopedia
Oaxaca
La Capital Los Municipios
El Imparcial del Istmo El Imparcial de la Costa El Imparcial de la Cuenca
Nacional Internacional Súper Deportivo Especiales Economía Estilo Arte y Cultura En Escena Salud Ecología Ciencia Tecnología Viral Policiaca Opinión

Opinión

Hagamos Conciencia

Demopedia

 


La democracia participativa es una concepción contra – hegemónica, porque no acepta la prevalencia del capitalismo sobre la democracia, como en el caso de la democracia representativa. No busca tanto la gobernabilidad como la justicia social y la distribución del poder entre la gente. En el tránsito hacia la misma juega un papel decisivo la formación crítica de los ciudadanos. Por eso la regeneración de la democracia, con sus contenidos reales de participación política, pasa necesariamente por la Demopedia participativa.

En recientes días, he leído este tema por demás interesante, que quise traerles para su reflexión y discusión, en el sentido de comprender otras corrientes que desde la perspectiva de su autor (en este caso) José María Seco Martínez del Departamento de Derecho Público Universidad, Pablo de Olavide de Sevilla, publicado en junio del 2015, con el título “El papel de la Demopedia en la democracia participativa” y si gusta tenerlo de forma completa pueda consultarlo en https://ojs.uv.es/index.php/CEFD/article/view/4592/6192

Vivimos tiempos en los que el valor seguridad (estabilidad) se antepone a cualesquiera otros bienes o valores. Es el bien primario, el más buscado y, por tanto, el más apreciado políticamente. Nos atreveríamos a decir, incluso, que hoy por hoy es la lámina más significativa de nuestro modo de vivir.

Toda nuestra vida la pasamos tratando de buscar una especie de estatus civil sin riesgos, sin apenas complicaciones y sin obstáculos. Detestamos las resistencias y tememos a la incertidumbre. No nos gustan los procesos, preferimos la seguridad de los resultados. Queremos por encima de todo sentirnos seguros, tanto en nuestras relaciones como en el desarrollo de nuestras funciones sociales. Quizás sea el modo que tenemos de conjurar el miedo, pero frente ¿a qué peligros? Nada teme más el ser humano que “ser tocado por lo desconocido. Deseamos ver lo que intenta apresarnos; queremos identificarlo o, al menos, poder clasificarlo. En todas partes el hombre elude el contacto con lo extraño”.

La seguridad – en las calles, en nuestros negocios, en el tráfico jurídico, en nuestras relaciones e iniciativas, en los mercados, etc. – nos proporciona nada menos que la certeza de programar el progreso y el control de los cambios, o lo que es lo mismo, la tranquilidad social y psicológica de vivir con suficiencia y sin inquietudes. Pero, ¿cuál es el precio?

Anteponemos la seguridad, con sus servidumbres, incluso a nuestras tensiones más vitales.

Ahora bien, este afán por la seguridad, a costa de todo lo demás, responde también, adentrándonos ya en el plano socio-político, a una visión muy sesgada y, desde luego, ideológica, de entender el fenómeno de la seguridad, la estabilidad, como condición social de posibilidad de nuestras relaciones. Decimos aún más, es sencillamente la manera de embozar algo mucho más complejo que la simple simpatía humana por la certeza o la exigencia ciudadana por el control y el orden social. Si reparamos a nuestro alrededor, no será difícil, a poco que nos esforcemos, detectar la verdadera vocación que la idea de seguridad, como valor de las sociedades modernas, adquiere en nuestro sistema político: la de bloquear, clasificar y programar los cambios, la de cristalizar el proyecto social y político reinante, con sus mismas hegemonías y exclusiones, en un contexto de transformación o re-composición estratégica del sistema de producción capitalista como sistema hegemónico.

En la actualidad se insiste en circunscribir el funcionamiento de la democracia a una serie de procedimientos electivos, con sus índices desiguales y periódicos cada cierto número de años31, como si la práctica ordinaria de la democracia se agotara en el compromiso electoral de los ciudadanos. La frecuencia con que se prodiga esta convicción en las democracias occidentales equivale a admitir que la ciudadanía, cada día, se hace menos participativa, en la medida en que se hace más débil y la voluntad del electorado se acaba difuminando entre partidos, programas y promesas electorales. El ciudadano no sugiere propuestas, no anticipa posibilidades, ni ofrece soluciones. Su compromiso democrático se limita ahora a un compromiso de adhesión o no a las soluciones y/o posibilidades programáticas de los partidos. A menos participación en la vida pública, menos capacidad de respuesta al diseño político de nuevas relaciones de poder, esto es, de dominación, por medio de la adopción de la idea de regulación como principio ordenador de las relaciones sociales.

Por eso, consideramos imprescindible la recuperación de la idea de participación integral de los ciudadanos en la toma de decisiones, esto es, en la acción política, supeditando a su realización la satisfacción de cualesquiera otras expectativas o intereses. Alentar esta exigencia de participación como experiencia política decisiva equivale sin más a promover el descubrimiento atrevido de panoramas todavía desconocidos en nuestras democracias, con menos lejanías entre quienes gobiernan y los destinatarios de sus decisiones, porque la democracia como proceso histórico es un banco de pruebas para la elucidación de prácticas, movimientos sociales y nuevas soluciones a los retos de la “práctica social”.

Cuando los ciudadanos delegan su soberanía sin cuestionamientos, sin contrastes, sin apenas exigencias de participación, obstruyen el funcionamiento democrático del sistema político, al facilitar la reproducción sin control de oligarquías que gobiernan al margen de los ciudadanos. La perpetuación de dichas oligarquías socava los cimientos del frágil edificio de la democracia. En consecuencia, ante la fragilidad de este modelo, es (se hace) preciso situar (educando) a los ciudadanos en la senda de la democracia. De esta manera, nos aproximamos a dos de los contratiempos con los que se topa a diario la experiencia democrática que conocemos: uno de ellos se podría sintetizar en la inercia elitista que acarrea siempre la democracia liberal representativa; el otro se expresa a través de la escasa educación cívica de los ciudadanos en torno a dos ideas inapreciables para el funcionamiento democrático, léase participación y responsabilidad.

Quiere decirse que la educación cívica se encuentra en la misma base de la democracia. Por eso, todo sistema democrático que prescinda de esta necesidad de formar ciudadanos activos, acabará desvaneciendo la racionalidad democrática de sus instituciones. La democracia liberal es un buen ejemplo de este debilitamiento progresivo de las estructuras democráticas. La democracia carece de plenitud sin ciudadanos críticos y formados cívicamente. Si estos no pueden (porque no saben) interactuar entre sí o con grupos, ya fueren locales o intermedios, o con las instituciones, se abrirá paso la retórica elitista de gobierno que da por sentado, por un lado, que los ciudadanos son incapaces de afrontar o decidir acerca de los problemas sociales, incluso de aquéllos que más les conciernen y, por otro, que no son responsables.

Twiter@g_vasquez