Mi destino era quedarme
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Mi destino era quedarme

 


Han pasado dos años desde tu partida papá Tinito, nos consuela saber que estás en otro plano y que te has reintegrado al todo. Dejaste tu recuerdo, tus enseñanzas y tus dichos.

Hablar de Capulalpan ahora que puedo abrazarlos y ustedes pueden escucharme, es hablar del lugar en dónde está enterrado mi ombligo ¡la tierra de mis amores!, es hablar de costumbres, tradiciones y forma de ser de los capulalpenses; es hablar de la cuna de Miguel Méndez y del pueblo mágico.

La familia me dice de cariño papá Tinito y me gusta porque es una forma de consentirme, de apapacharme, de quererme. Es algo que todos como seres humanos necesitamos de manera permanente, aunque lo olvidamos y transitamos por la vida como hojas al viento.

Los paisanos me dicen compa y cuando se refieren a Capulalpan dicen “el pueblo”. ¿Cómo estas compa? ¡Bien compa! aquí en el solecito agradeciendo la luz de este día, ¿y tú?, ¿dónde están tus papas? Al pueblo fueron.

Nací un domingo lluvioso a mediodía, era el 29 de julio, día de Santa Marta, me pusieron Faustino como mi abuelo, era el año 1923. Mis padres fueron Dionisio Martínez y Dolores Martínez, originarios. En el pueblo todos éramos parientes, así era antes, te casabas sin saber el grado de parentesco.

Estudié la primaria en la única escuela del pueblo, “Miguel Méndez”, tenía siete años cuando inicié e iba de 8 a 11 de la mañana; había seis grupos, del primero al sexto, cada uno en su salón. Había mucho cambio de profesores y los mandaban de Oaxaca.

En el quinto y sexto año fue mi maestro el señor Eleazar T. Cruz, que era buen profesor, con él terminé la primaria. Había un solo libro para un grupo de 62 y lo tenía el maestro, en un cuaderno te dejaban la tarea y todo lo memorizabas, así era antes.

Era un tiempo crítico, no había dinero; escribía uno con gis en un pizarrón tamaño carta que se llamaba pizarra, era delgadita y el gis largo y delgado como un lápiz, era el pizarrín; borraba uno con lo que pudiera. Aprendí a leer con el silabario y a contar en un marco de madera, así, como de un metro de altura y de ancho un poco menos, con alambres que tenían canicas de madera.

Había competencias para ver quién sabía más, el maestro dividía al grupo en dos y así, en dos filas nos paraban frente al pizarrón, su ayudante apuntaba las cuentas y pasaba uno y otro, y otro y otro.

Al final del año se hacía un examen práctico frente al Comité de Educación que estaba formado por un representante de los mineros, uno de los campesinos, el maestro y la autoridad municipal. Todos en un salón.

Para que luciera el aprovechamiento de los alumnos y el trabajo del maestro, como estrategia, a quienes sabíamos, el profesor nos sentaba atrás y a los bodorros adelante (bodorros, los que así como entraban así salían, es decir, sin haber aprendido nada). El jurado pensaba que los burros eran los de atrás y empezaba a preguntarnos: a ver tú y tú. ¡Ahora tú! A mí siempre me sentaron atrás.

Eran grupos pequeños, mixtos, de ocho a diez alumnos y eran muy pocos aquéllos que llegaban a quinto y sexto.

A partir del cuarto año, cada lunes, antes de entrar nos formaban y nos hacían preguntas y a los que no contestaban bien debían extender la mano con la palma hacía abajo como para tomar distancia y con una regla les golpeaban el dorso.

Para las fiestas patrias se hacía el concurso para sacar a la América, a cada grupo iba la Junta Patriótica y sacaban el primero, segundo y tercer lugar, y por su cuenta se pagaban los vestidos de las tres.

En la noche del 15, era Noche de Libertad; en carretas adornadas iba la América y sus damas acompañadas por la banda de música del pueblo. Las yuntas eran jaladas por policías hasta llegar al Altar Patrio; allí estaba la autoridad y era donde cantaba la América.

El presidente municipal daba el grito y cualquiera sacaba su máuser, pistola o escopeta y a quemar cartuchos; entonces no había cuetes, ni ruedas catarinas; eran bonitas las fiestas, se ponían bien alborotadas.

El 16 desfilaban por el pueblo los niños, la América y sus damas, acompañados por la banda de música llegaban hasta el Altar Patrio en donde se celebraba el acto cívico; después había encuentros de básquetbol que era el único deporte y la pelota mixteca; “adornados estaban sus guantes”; venían a jugar de Lachatao y de Latuvi. Aquéllos que trabajaban en el mineral ganaban mucho y jugaban de a dinero.

Fueron mis contemporáneos: Taurino Bautista, Eustaquio Bautista y Edmundo Sánchez.

Estaba amolado el medio, salía avante quien tenía primaria; quien contaba con dinero salía del pueblo. Estuve a un pelito de irme a estudiar a Oaxaca, pero mi destino era quedarme. El maestro Eleazar escogió a los mejores para ir a estudiar fuera. Dijo: “a ver Faustino, tú y… tú.” El día del viaje se enfermó mi mamá y me quedé a cuidarla.

Sigo viviendo en el pueblo, dónde más, aquí me case con Mauricia; era la más chica de la familia Ramírez Arreortua, Lucía Ramírez Arreortua, de cariño todos le dicen mamá Huichita.

Sus padres tenían una tienda con fábrica de gaseosas y vendían tepache, no se conocía el refresco, iba a su tienda a echar mi gaseosa o mi tepache para verla y allí me animé, duramos tres años de novios y me la robé, así era la costumbre.

Los dos de la misma edad; cuando fuimos por la constancia a Ixtlán no apareció como Mauricia sino como Lucia.

En 1942, el 1 de junio, a las 9 de la mañana, nos casamos por la ley y por la iglesia; el cura vino de Ixtlán; nuestros padrinos fueron Juan Sánchez y Amelia Bautista.

No había tíos, ni había papá, pero había que cumplir con la obligación como era la costumbre; la boda la hizo mi hermano mayor Juan Martínez. En la casa de Juan fue la fiesta, hicimos tal como se hacía antes; tuvimos seis hijos: Abdías, Imelda, Cristóforo, Dolores, Minerva, Marisela.

El día de tu partida 21 IV 2016