Universitarios preparando exámenes
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Universitarios preparando exámenes

 


Recordar lo que nos causa alegría es una nueva oportunidad de vivir para hacer lo que queremos; para revivir lo que admiramos como tus ojos, tu inteligencia, tu sencillez.

Este es el relato del periodo de vacaciones previo a los exámenes finales que eran preparados a conciencia por los jóvenes estudiantes universitarios bajo la sombra de un árbol o a la luz del alumbrado público.

En 1955, en la mayoría de los hogares se cocinaba en anafres con carbón o en estufas que funcionaban con petróleo y se alumbraban por las noches con una vela o un quinqué de cristal transparente de petróleo.

El petróleo era un artículo de primera necesidad; lo distribuía Pemex en tambos de lámina de 200 litros con el símbolo del Charrito Pemex. Se expendía en casi todo el estado; su nombre comercial era petróleo diáfano, que costaba 15 centavos.
En la Sexta calle de Independencia, entre Porfirio Díaz y García Vigil, en la esquina con Porfirio Díaz, estaba el diario local Oaxaca Gráfico y siguiendo hacía el oriente, la fotografía Ramírez; la farmacia Regina; un expendio de petróleo llamado La Flama; Funerales Meixueiro y en la esquina el Museo de Oaxaca.

En la acera de enfrente está la casa donde vivió Eulogio Guilow y en la esquina estaba la peluquería del Sr. Antonio Ortega que en la puerta tenía un cilindro vertical de plástico con listones rojos, azules y blancos en diagonal.

A continuación está la Alameda, en ese tiempo en el noreste tenía casetas de mariscos y en el sureste estaban los puestos de nieve.
En una de estas casetas, El Torito Veracruzano, vendían media de camarones y en otra, doña Papaya, vendía fritangas en la noche, preparaba unas tortas de cecina blanca con rajas de chile jalapeño en vinagre y pasta de frijoles que siempre estaban quemados; esto le daba un sabor diferente a sus tortas, riquísimas. En las noches de preparadas, doña Papaya regalaba café caliente a los estudiantes.

Los que podían pagar lo que se les antojaba, al pedir se agachaban para que no reconociera que eran los mismos que ocasiones anteriores habían corrido sin pagar y podía ser que en esta oportunidad, después de comer, también desaparecieran sin pagar. Así nacieron los agachados.
La Alameda tenía dos fuentes; a un costado de la que estaba en el lado sur se instalaban los fotógrafos ambulantes que tomaban instantáneas en blanco y negro de agüita, algunos contaban con una pequeña escenografía que podía consistir en paisaje, caballo, traje de charro o de china poblana según el gusto y el género.

En la calle de la Alameda estaba el Hotel Montealbán, los baños de vapor Alameda, la estación terminal de los ADO, que iniciaban, y un restaurancito, el Alameda de doña Deme, que decían los enterados que orinaba parada, nunca pensé que tuviera su pistolita, pero de qué otra forma se puede interpretar.

Eran parte de la vida cotidiana de la ciudad: El padre Memo, Lencho el Cuchillero, Nico el agua fresquero, El Chapulín y Pancho Cocina; la julia que trasportaba policías y detenidos; los tamarindos de crucero, en sus banquitos de madera y de guantes blancos dirigiendo el tráfico.
En el Instituto todos asistían a clases en el mismo edificio y como es lógico todos se conocían de vista, por el apodo o por ser compañeros de carrera; en las actividades de un grupo participaban los de otro y las anécdotas se entrelazan y son revividas con alegría.

Los de primer ingreso, los macoloches, venían de la primaria asustados, llegaban a un ambiente diferente; había un maestro para cada materia; cambiaban de salón cada hora; al maestro lo veían como un terrible ogro.

El ingeniero Larrañaga daba matemáticas y tenía asignada un aula en el segundo patio, planta baja; siempre estaba fumando y atendía únicamente a los que se sentaban en la primera fila, de pronto se levantaba y sin decir agua va, escogía al azar a cualquiera de los de atrás y le decía “Ándale, mira; salte mira”. Más tarde, y fuera del salón, cuando alguien no era aceptado, todos en coro le decían: ¡Ándale, mira! ¡Salte, mira!
Una novatada muy socorrida era mandar a un macoloche a traer cigarros o galletas; le indicaba a qué lugar debía ir a traerlos; los cigarros al puesto de Nico en el Portal de Flores y las galletas en la dulcería que estaba en la calle de Valdivieso, el problema para el macoloche era que no le daban dinero, tenía que pedir, agarrar y correr como alma que lleva el diablo.

Esto de correr también debían de hacerlo para evitar el dolor hasta donde fuera posible; dolor de coscorrones, golpes y patadas. Los viejos se formaban haciendo dos filas y en medio debían de pasar los macoloches corriendo, algunos se caían o soltaban algún libro con el que se protegía, pobres de ellos, les llovía de todo.

Un veterano se paraba en la puerta jugando con sus llaves que eran sostenidas con una cadena de reloj de veinte centímetros de largo, a la que daba vueltas y vueltas y siempre sorprendía a algún macoloche con un golpe en la pelonera con sus llaves.
La Flama fue el nombre de guerra de un grupo de amigos, estudiantes del Instituto, que en 1953 se reunían para divertirse fuera del horario de clases. El mote les vino del lugar en el que se reunían: un expendio de petróleo que estuvo en Independencia 603, entre Porfirio Díaz y García Vigil, denominado La Flama.

Eran veintidós integrantes, he aquí algunos nombres: Roberto Acevedo; Eduardo Barcelos, el Moretes; Miguel Vásquez; Julio Ortiz; Joaquín Bazán, el Marro; Gustavo García, el Santo Viejo, abogado; Alberto Ramírez, Médico; Eleazar Galindo, Sam, ingeniero civil; Octavio Bolaños, el Poblano; Carlos Herrera, abogado; el Tigre (hubo dos, uno en la Flama y otro en la 33.1); el Lolo; el Santa María; Manuel Jiménez Luna, El Bala.
El Santa María venía de un pueblito cercano; paisanito, paisanito, pero se sentía un carita y se la pasaba presumiendo sus conquistas. Esto sirvió para bromear con los demás cuando contaban que se andaban ligando a alguna compañera les decían: “Está bien tú Santa María”.