“Los jodidos siguen jodidos”
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“Los jodidos siguen jodidos”

De acuerdo con el antropólogo y escritor peruano Carlos Incháustegui, los más jodidos los encontró en la Sierra Mazateca Oaxaqueña; miles de indígenas fueron desplazados con la presa Miguel Alemán


“Los jodidos siguen jodidos” | El Imparcial de Oaxaca

Día Mundial de los Pueblos Indígenas

Carlos Incháustegui fue, de acuerdo con el antropólogo Nemesio Rodríguez, uno de los primeros hombres que registró en México cómo y por qué “los jodidos siguen jodidos”.

Los jodidos, refiriéndose a los pueblos indígenas, los encontró Incháustegui principal, pero no exclusivamente, en la Sierra Mazateca oaxaqueña y en la zona chontal de Tabasco, donde centró sus investigaciones.

En El entorno, el hombre, la enfermedad y la muerte, una etnografía de la sierra mazateca cuenta los tiempos de cambio de 1960, cuando llegar de la ciudad de Tehuacán a Huautla de Jiménez requería al menos 15 horas por el desordenado actuar de la línea de transportes. Cómo, en esa década, con el pleno funcionamiento de la carretera se produjeron diversos cambios en la zona, cómo había representantes de Pemex y de Singer, cómo funcionarios federales llenaban el único hotel disponible junto a turistas que buscaban “hongos alucinantes”.

Incháustegui fue, años antes, director del Subcentro Coordinador Indigenista de Huautla de Jiménez, cargo desde el cual fue comisionado para recibir a la población indígena desplazada de comunidades donde se construiría la presa Miguel Alemán para contener la Cuenca del Papaloápam, ese lugar de 45 mil 540 kilómetros cuadrados, una extensión, como la describió Fernando Benítez, “tan fabulosa, compleja y arbitraria que por sí sola podría resumir los extremos humanos y las singularidades físicas del territorio mexicano”.

Esa cuenca, que es más grande que algunos países europeos, es también una zona de graves contrastes entre estados, en el extremo noroeste, apunta Benítez en Los indios de México III, se encuentran los centros comerciales de Tehuacán, Orizaba y Córdoba –industria cervecera, textil, de cafetos, plantaciones de cítricos, balnearios, agricultura intensiva-, mientras que en los 22 mil 478 kilómetros que corresponden a Oaxaca se encontraban los mixes del Cempoaltépetl, “uno de los grupos indígenas más aislados y primitivos de México”.

Las aguas de este afluente serían contenidas por la presa Miguel Alemán, nombre del entonces presidente que ordenó se construyera esta barrera de contención para evitar inundaciones catastróficas y generar energía eléctrica.

Benítez apunta en su ensayo periodístico Tierra de brujos que la llegada del “desarrollo” representó beneplácito para municipios circundantes a la presa como Tlacotalpan, Cosamaloapan, Tierra Blanca, Acayucan, Tuxtepec y Catemaco, y pesar para los habitantes del Valle de Soyaltepec, que eran amenazados con ser inundados. Las obras, pese al temor, fueron decretadas en octubre de 1952 por el presidente Alemán, aunque seis meses después, el proyecto era apenas “un inútil pedazo de papel”.

El decreto expropiatorio ordenaba dar “tierras iguales en calidad a las que perdían los indios”, pero esas tierras para el intercambio no se encontraban. El proyecto de la presa había generado la especulación, el aumento de los precios de las tierras cercanas en mil por ciento.

Para abril de 1953 con once mil hectáreas conseguidas para la construcción de 800 casas se logró el traslado de tres mil mazatecos. Faltaban alrededor de 17 mil. El relato de Benítez alcanza aquí una cumbre: “Ni los viejos ni los relatos de los ancestros recordaban ningún éxodo anterior. Se les había borrado de la memoria el hecho de que su presencia allí era también el resultado de una mudanza constante. Se sentían eternos, inamovibles”.

“Carlos no dejó nunca de recordar el impacto destructivo que este hecho significó para los mazatecos de la cuenca del Papaloápam, quienes en lugar de quedarse a residir en los nuevos asentamientos, muchos de ellos se dispersaron en la región, sin esperanza de restituir su antigua cultura o de volver a vivir con la que otrora fue su propia gente”, escribe Miguel Rubio, editor de El entorno, el hombre…. “Algunos mazatecos lloraron hasta el suicidio y a mí me tocó ver su tragedia sin poder hacer mucho por ellos realmente”, expresó Incháustegui sobre ese episodio. Un año después de su éxodo, los primeros tres mil desplazados carecían de tierras, de energía eléctrica, de agua potable. De los restantes 17 mil, algunos se aferraron a las cimas de los cerros de Soyaltepec, otros se mudaron a tierras empobrecidas, otros viajaron lejos para poblar las tierras del Istmo.

“Las obras del Papaloapan han significado un extraordinario avance, aunque la planificación –y en ello reside su mayor debilidad- no comprendió a toda la Cuenca. Fuera de algunos malos caminos y algunas obras urbanas, insignificantes, la parte montañosa, es decir, el 65 por ciento de su extensión, permaneció intocada. Se trata en verdad de una injusticia –recurrente a lo largo de la historia-, que vició gran parte de su generosa visión inicial y de sus logros posteriores.

Los mixes –los más miserables- no fueron tomados en cuenta para nada. Los zapotecos, los mazatecos y los mixtecos de la sierra, conservan su miseria no anterior a 1947, sino a 1900. Los otros indios representan un dato demográfico, una ficha lingüística y nada más”, sentencia Benítez en su ensayo.

  

El dato

Carlos Incháustegui escribió muchas otras obras sobre la región mazateca, entre ellas Huautla: la región (1961), El café mazateco y el cambio cultural (1962), Un nuevo pueblo mazateco (1958), La mesa de plata: cosmogonía y curanderismo entre los mazatecos de Oaxaca (1994), Figuras en la niebla (relatos y creencias de los mazatecos) (1983). Era ha publicado los cinco tomos de Los indios de México y una antología de la obra.

BIBLIOTECA JUAN DE CÓRDOVA: Redescubriendo los pueblos originarios

Tres jóvenes bibliotecarios hablantes de lenguas indígenas cuentan sus experiencias en el aprendizaje y desarrollo de sus conocimientos

 

Se tuvieron que echar 600 toneladas de escombros del siglo XX del exconvento de San Pablo para permitir que reapareciera gran parte de la edificación construida en los siglos XVI y XVII. Una vez restaurado, el espacio se convirtió en la sede de la biblioteca Juan de Córdova, que lleva el nombre del fraile que escribió el Vocabulario castellano-zapoteca, documento vital para comprender diversos documentos del periodo virreinal elaborados en Oaxaca.

Esta biblioteca, con más de 25 mil ejemplares, resguarda una multiplicidad de etnografías sobre pueblos originarios de Mesoamérica, así como documentos primordiales y colecciones como la del arqueólogo John Padock, la del abogado oaxaqueño Luis Castañeda Guzmán y la de investigadora de textiles Irmgard W. Johnson.

Entre su equipo de bibliotecarios cuenta con tres jóvenes hablantes de lenguas indígenas que nos cuentan sus experiencias en el aprendizaje y desarrollo de sus conocimientos.

Cómics en lengua triqui

Juan Vásquez Ramírez es originario de San Andrés Chicahuaxtla, del municipio de Putla, región triqui. Su lengua materna la aprendió en su hogar, con sus padres y hermanos, y sus conocimientos fueron reforzados en la primaria. Su trabajo de revitalización de la lengua lo ha llevado a traducir un cómic sobre la urgencia de detener el tráfico de pericos en México, Pepe el loro es inocente, del cual se imprimieron mil ejemplares, y es utilizado como material de enseñanza del triqui en algunas escuelas de su región.

La lengua estaba excluida de la currícula oficial, no obstante en la primaria los maestros de la comunidad tomaban horas adicionales para su enseñanza. En la secundaria, con maestros foráneos se interrumpió el aprendizaje.

Su trabajo en la biblioteca Juan de Córdova está enfocado en la realización de inventarios y catalogación de material. En el acervo hay poco material en lengua triqui, entre lo más importante un mapa de la región que está por catalogarse.

“El mazateco lo tenía tapadito”

El mazateco es la lengua materna de Gabriela García, quien trabaja en la biblioteca desde su inauguración. El aprendizaje se dio también en su hogar, en San José Vista Hermosa, con sus padres y sus cuatro hermanos. El español lo conoció hasta que llegó a la primaria, en la comunidad de San Marcos Liquidámbar, una comunidad a la que debía caminar por 30 minutos para llegar. Ahí, aunque los maestros hablaban mazateco era de una variante distinta, lo que impedía que las clases se impartieran en lengua originaria.

La secundaria la cursó en San Mateo Yoloxochitlán, donde sólo usaba su lengua para saludar a las personas mayores. “En esa comunidad había muchísima discriminación para nosotros porque hablábamos raro, porque ellos no hablan así, incluso por nuestra manera de vestir, mis hermanos y yo no nos hablábamos porque nos daba pena por la discriminación, en una misma comunidad mazateca, también nos daba pena hablar español, eran los dos mundos. Había discriminación porque los niños se burlaban de nosotros porque llegábamos con las calcetas sucias porque caminábamos para llegar a ese lugar, esas cosas hacen que la lengua se vaya apagando poco a poco”, relata Gabriela y agrega, “en esa etapa como que la lengua se mantuvo tapadita”.

La situación cambió cuando llegó al bachillerato integral comunitario de Teotitlán de Flores Magón, donde encontró una diversidad de hablantes de lenguas indígenas, principalmente de náhuatl. “Era emocionante porque los güeritos y los bonitos se acercaban a ti y te abrazaban, ‘oye, tú qué hablas, cuéntanos, dinos cosas’, sentía entonces que mi lengua era bonita, ahí fue despertando”.

En la universidad dedicó parte de su tiempo a aprender a escribir el mazateco, con ayuda de lingüistas, “todo lo que había estado tapado se destapó, busqué libros que se habían escrito en mazateco, muy pocos, ninguno en mi variante, encontré el vocabulario del maestro Maximino Quirino, es otra variante, pero me ayudaba a descubrir cómo escribir. Ahora tenemos un lema con un grupo de amigos, “chiflamos, cantamos y bailamos nuestra lengua”.

Ampliar lo intercultural

Yaquelín, originaria del municipio de Tatahicapan, Veracruz, estudió la licenciatura en Gestión y Animación Intercultural para el Desarrollo en la Universidad de Veracruz, en donde, a diferencia de Oaxaca, lo intercultural es más amplio que lo interétnico.

“Lo que entendíamos es que no importaba si eras chatino, español, náhuatl, no estaba enfocado a lo indígena, sino se ampliaba a lo global, a todas las culturas”, explica. El objetivo, agrega, era “hacer los medios desde por y para los pueblos”, lo que implicaba hacer trabajos audiovisuales desde diversas cosmovisiones y lenguas, incluida la suya, el náhuatl.

 

“Todo lo que había estado tapado se destapó, busqué libros que se habían escrito en mazateco, muy pocos, ninguno en mi variante, encontré el vocabulario del maestro Maximino Quirino, es otra variante, pero me ayudaba a descubrir cómo escribir. Ahora tenemos un lema con un grupo de amigos, “chiflamos, cantamos y bailamos nuestra lengua”. – Gabriela García.


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