Istmo de Tehuantepec, 47 días entre ruinas y desolación
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Istmo de Tehuantepec, 47 días entre ruinas y desolación

El terremoto del 7 de septiembre cobró la vida de más de 80 personas y tiró más de 30 mil inmuebles y a casi dos meses de la tragedia persisten el miedo y la incertidumbre en el Istmo de Tehuantepec


Istmo de Tehuantepec, 47 días entre ruinas y desolación | El Imparcial de Oaxaca

En el Istmo de Tehuantepec se respira tragedia, se ve dolor y se siente el abandono. Todavía hay escombro, casas inservibles que aún están de pie y familias enteras que viven en la intemperie, bajo techos improvisados y lonas donadas, fruto del altruismo de los mexicanos.

Plásticos y casas de campaña, que debido a los fuertes vientos ocasionados por los frentes fríos, se han rasgado o volado. Un problema adicional para los damnificados no se atreven a guarecerse en su morada.

Ahora sus habitantes dan batalla a los brotes de enfermedades como la varicela, diarrea y conjuntivitis. El polvo y los fuertes vientos que caracterizan a esta zona, así como la deficiencia en los servicios públicos, son los principales enemigos a vencer en esta carrera de resistencia. Un escenario similar a un campo de batalla: ruinas, desolación y muerte.

El sismo del 7 de septiembre paralizó la economía del territorio zapoteca. Cobró la vida de más de 80 personas. Tiró más de 30 mil inmuebles y sembró miedo, tensión e incertidumbre entre los pobladores. El panorama es desolador y el destino se burla de su desgracia. Las réplicas no dan tregua y las gotas de lluvia se confunden con las lágrimas de un pueblo devastado.

A los istmeños les espera un largo trecho, a pesar de las promesas del Gobierno federal y estatal de apoyar con 120 mil pesos a cada una de las familias que perdieron sus casas, sin embargo, la cantidad es insuficiente para levantar un patrimonio nuevo. Esperanzas a medias, ilusiones fracturadas con un presupuesto que sólo cubrirá 30 por ciento de una vivienda.

El Istmo de Tehuantepec, tierra mágica, donde sus textiles, comida, tradiciones y por supuesto, su gente, reúnen gran parte de la belleza del estado oaxaqueño. Tierra de hombres trabajadores, de mujeres guerreras, valientes y luchonas. El matriarcado lo tienen tatuado. No sería extraño que la fortaleza que los caracteriza saque adelante a este pueblo.

La esperanza muere al último…

“Acaban de tirar mi casa, un ahorro de 13 años de trabajo. Me siento fatal. Duele, duele mucho”, fueron las palabras de Juana Cruz Castillo, nativa del Istmo y que a pesar de la tragedia no piensa abandonar su tierra natal, donde están sus raíces familiares, su identidad y sus recuerdos de toda una vida.

El único patrimonio de Juana no aguantó la furia de la tierra. Las columnas de su casa recién remodelada, ubicada en la calle Justo Sierra Sur No.47, Barrio Pescador, se tronaron y grandes grietas tapizaron las paredes de tabicón. “Esta casa me la regaló mi papá. Sólo la disfrutamos 9 meses. ¿Cuánto tiempo tardaremos en juntar cierta cantidad para construir otra?”, comentó la afectada con voz entrecortada y una mezcla de tristeza y enojo.

Juanita, una mujer de 35 años, fuerte, decidida y solidaria confía en que el gobierno del Estado, la ayude a levantar un nuevo hogar “esto sigue y hay que mirar para adelante”.

Mientras llega la ayuda oficial, Juana y su esposo Leider Luis López le piden a Dios que los ampare para construir una galera con 4 tubulares de fierro y láminas en el mismo terreno, donde quedaron enterrados sus sueños y todos sus ahorros.

“Queremos un techo para poder dormir bajo una sombra. No tenemos mucho dinero pero con lo poco que hay, vamos a levantar un pequeño cuarto. Calculamos que salga entre 6 (mil) y 7 mil pesos”, coincidió el matrimonio.

La familia Luis Cruz encontró refugio en casa de los papás de Juana y viven hacinados mientras vuelven a levantar el vuelo “en una parte de la cocina nos acomodamos mi esposo, yo y mis hijas”, comentó Juana Cruz. Los cinco integrantes no pierden la fe, confían en la gracia divina y en el altruismo de los oaxaqueños.

Juanita, vocal del programa Prospera, no pierde la esperanza: El cristal con el que mira el futuro brilla con optimismo, a pesar de que su marido, eléctrico de profesión, no tiene trabajo. Leider se aferra a rescatar varillas de entre los escombros, para sobrevivir con la venta de este metal. Esta mujer, ama de casa, cuida de sus tres hijas: Nínive de 9 años, Catalina, de 16, estudiante de la preparatoria en el Cobao y Diana Montserrat, de 18, universitaria que cursa la carrera de Ingeniería en Energía Renovable en Unión Hidalgo.

Un milagro los salvó

Bernardo Orozco Vásquez, de 5 años, se recupera lentamente de una fractura de cadera. El pequeño permanece en reposo absoluto sobre una mesa de madera, en la cual apenas cabe su lánguida figura y algunos juguetes. Su casa, localizada en la calle Avenida 21 de Marzo colapsó y una pared le cayó. Su padre y sus cuatro hermanos salieron del derrumbe.

Bernardo recibió varios golpes en diferentes partes del cuerpo: En las dos piernas sufrió heridas profundas que ameritaron sutura y escoriaciones en la piel causadas por la fricción que su diminuto cuerpo hizo al ser arrastrado por su madre, ante la desesperación de verlo enterrado en lo que era su casa. “Su mamá lo jaló con tanta fuerza que toda su piel, hasta la de sus partes íntimas, se le quemaron”, explicó una vecina.

Su madre, Valentina Vásquez Morales, de 32 años, sufrió fractura de tibia y afortunadamente fue trasladada a tiempo al IMSS de Salina Cruz, donde la operaron y le pusieron clavos. Su instinto maternal le permitió sacar fuerzas, vencer el pánico y el dolor que produce un hueso roto para salvar a su hijo.

A más de 40 días del terrible sismo de magnitud 8.1, que enlutó a cientos de hogares, Bernardo se queja de dolor en el pie derecho. Sus padres aseguran que el doctor les dijo que no podrá caminar bien. Su padre, Bernardo Orozco Cabrera, jornalero y vendedor de leña, engrosa la lista de los desempleados por una gran necesidad: las circunstancias lo obligaron a quedarse en casa para cuidar de su esposa y de sus hijos. Viven de la caridad de la gente.

La vida cotidiana de la familia Orozco Vásquez se desarrolla bajo una lona, duerme, come, convive, vive al día, espera y desespera, pero sobre todo confía en que las autoridades se apiadarán de ellos. “El Gobierno ya mandó gente de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu). Nos dieron un folio para que construyan nuestra casa pero no ha habido resultados ni siquiera las tarjetas electrónicas con apoyo económico para construir aunque sea un cuarto”, dijo afligida Valentina, de 33 años, a quien la acompaña un yeso y un par de muletas y cuya mantra es “vamos a salir adelante”.

No hay pesca, no hay venta

Antes de que la desgracia ensombreciera a los istmeños, Gabriela Cruz Cruz se dedicaba a la venta de pescado horneado, un platillo aderezado con una mezcla ácida de limón, salsa inglesa, salsa Maggi, chipotle, mayonesa y ajo. Sus dos hornos quedaron prensados en la tierra y una pared que colapsó.

Héctor Eduardo de la Cruz, su esposo, se encargaba de comprar el pescado en San Dionisio del Mar y Huamúchil, comunidades a una hora de distancia. Sin embargo, este matrimonio no ha podido arrancar de nuevo el negocio familiar, a pesar de que Gabriela recibió un donativo para darle forma a su herramienta de trabajo. El mal tiempo, las temibles réplicas y el fuerte oleaje han alejado a los pescadores del mar. “No quieren arriesgar su vida. De hecho las autoridades cerraron el acceso y prohibieron esta actividad. Nos dicen que es bajo nuestro propio riesgo”, comentó Jesús López, quien se dedica a la pesca.

Gabriela, cocinera tradicional, también perdió su casa y las pocas pertenencias que adquirió con mucho sacrificio. La necesidad de sobrevivencia ha orillado a su pareja a recoger escombro y a salvar puertas de madera atascadas entre fierros retorcidos y cemento para reutilizarlas o venderlas.

Ella, su esposo y sus hijos de 5 y 7 años viven en la casa de sus padres, un cuarto colado de 5 por 4 metros, donde también se hospeda su hermana y sus dos hijos. En total, 11 personas que luchan contra la incomodidad, la sensación de abandono y que sobreviven gracias al recuerdo del que alguna vez fue su hogar.

Lo que viene

Unión Hidalgo, antes llamado Ranchu Gubiiña’, que significa “tierra de las mujeres bonitas”, donde el olor a tortilla, pan y totopo salen junto con los primeros rayos del Sol, trata de regresar a la normalidad a pesar del temblor que pareciera que puso a prueba su resistencia, su fortaleza y decisión para continuar con sus vidas después de la tragedia.

Una población de 15 mil habitantes -de pescadores y campesinos- donde la mayoría de casas están hechas de madera y adobe con 50 años o más de antigüedad. Cuartos hechos sin mucha seguridad ni conocimiento pues no tienen castillos ni buenos cimientos. Familias enteras duermen a la intemperie, en casas de campaña o en los dos albergues, en los cuales su privacidad y comodidad se ha visto limitada.

La comunidad de Unión Hidalgo todavía no canta victoria, sabe que el camino es largo, que esa postal de viviendas coloridas, de teja y paredes de adobe quedó atrás, y el tiempo de reconstrucción es incierto. En el recuerdo quedará el comedor comunitario instalado en la primaria Benito Juárez y los centros de acopio en el parque municipal.

En la noche no falta el niño que grita: “Está temblando”, en cuestión de segundos siente todo el peso de su madre sobre su cabeza que le grita: “Cállate chamaco que no estamos para sustos”.

Datos

  • 120 mil pesos recibirán para la reconstrucción
  • 30 mil inmuebles destruidos
  • 47 días cumple la tragedia


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