Modigliani, vida y obra
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Modigliani, vida y obra

Él es, dijo Picasso, “el único en París que sabe vestir”.


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Del “lo conocí pobre y no quedaba claro de qué podría vivir” a vender una obra en 158 millones de euros, son dos puntos de la trayectoria de Amadeo Modigliani que nos permiten plantear decenas de preguntas sobre el arte, una central: ¿es la vida del artista diferente a la de su obra? ¿Pueden mirar los cuadros morir a su autor, ver cómo se despiden de la vida y decirles con serenidad que pueden viajar tranquilos sabiendo que su travesía aún no concluye, que tendrán más tiempo en el mundo que las manos que los crearon?

Nu couché (Desnudo acostado) es la obra de Modigliani que en noviembre de 2015 la casa de arte Christie’s convirtió en la segunda pintura más cara vendida en una subasta con 170.4 millones de dólares, dinero que el artista jamás soñó poseer en su vida.

Para el escritor Vicente Molina Foix hay tres características que cubrieron la obra de este italiano nacido en Livorno el 12 de julio de 1884: el alcoholismo, los cuellos y narices alargados de las figuras de sus lienzos y la pobreza, que le marcó desde el día mismo de su nacimiento. Su padre, Flaminio, reconocido por su benevolencia como prestamista, entró en bancarrota; su madre, a punto de ver embargada su casa y sus bienes, solo pudo acogerse a una ley italiana que permitía a una mujer embarazada mantener en propiedad todo cuanto estuviera sobre su cama. En su vientre tenía a Amadeo, a su lado algunas joyas, sillas y una mesa.

A los 22, tras unos años de estudio en la Escuela libre de Desnudo de Florencia, Modigliani se fue a vivir a París, el centro máximo del arte de principios del siglo XX, de la pintura y la literatura, donde conoció a hombres que como él serían inmortales: Cézanne, Gauguin, Lautrec, Matisse, Picasso, Rivera. En París, Amadeo se convirtió en un dandi pese a la miseria, usaba chaquetas de terciopelo (con rozaduras y lamparones), fulares rojos estilo Garibaldi, sombreros de ala ancha. Él es, dijo Picasso, “el único en París que sabe vestir”.

Entre esos hombres ilustres y bohemios se encontraba también el escritor André Salmon, que décadas después describiría en un ensayo titulado El vagabundo de Montparnasse los primeros días de Modigliani en Francia, “llevaba poco tiempo en París, pero en una sola tarde había visto y estudiado todo lo que se exponía en las galerías Georges Petit, Durand-Ruel, Vollard y Clovis Sagot. Aunque nunca dijo qué pensaba de todo aquello. Todavía no era un gran bebedor, pero sintió que necesitaba un vasito de tinto para reflexionar sobre cosas tan complejas. Le obsesionaba un cuervo de Picasso. Era como si aquel cuervo le picoteara la cabeza”.

Las biografías que se han hecho de su vida destacan que a diferencia de otros artistas también faltos de dinero, como Constantin Brancusi, despreciaba cualquier trabajo que le alejara de la pintura e incluso en arrebatos se negó a vender sus obras a vulgares e ignorantes.

Un hombre al que le dedicó buena parte de su obra fue el médico Paul Alexandre, quien entre 1906 y 1914 coleccionó 25 pinturas y 450 dibujos. El médico, asignado en el frente del Ejército Francés en la Primera Guerra Mundial, conservó cartas, recuerdos, pinturas y dibujos con los que pretendía publicar un libro. La obra la concretó el hijo del médico en 1993 con Modigliani desconocido, una obra trascendental para descubrir su trabajo.

La distancia entre el valor de su obra y su vida pobre se conoció muy pronto. El escritor francés Jean Cocteau relata que en 1916 un retrato suyo pintado por Modigliani tuvo que quedarse en la bodega del café La Rotonde porque no tenían dinero para llevarlo en un taxi. Ese mismo cuadro se vendió en 1939 en siete millones de libras en Inglaterra.

Fue la poeta rusa Ana Ajmátva la que describió la forma en la que transcurría la vida del pintor. “Todo lo divino en Modigliani chispeaba solamente a través de cierta oscuridad. Él no se parecía, en absoluto, a nadie en este mundo. Su voz se ha quedado, de alguna manera, grabada en mi memoria para siempre. Lo conocí pobre y no quedaba claro de qué podría vivir. Como pintor no tenía ni sombra de reconocimiento […] No se lamentaba de las necesidades evidentes que lo aquejaban, ni de la falta clara de reconocimiento”.

A la pregunta del porqué su vida valió menos que su obra Molina le encuentra una respuesta simple: “Los malditos suelen gustar pasado un tiempo prudencial, que incluye su muerte. Para entonces ya no vomitan, borrachos perdidos, en los vernissages de las galerías, ni replican con insolencia al que no llega tan lejos. Pocos pintores del siglo XX fueron tan conspicuos en su estilo y tan impermeables al aire de los tiempos (y las modas). Los personajes del mundo Modigliani se parecen, como si el artista se apropiase del alma de los retratados, dándoles a todos la semblanza de su propia y enfermiza melancolía”.