Ventana fotográfica: 1X300
Es complicado en estos tiempos regresar el tiempo a su propio tiempo.
Con tecnologías de punta, computadoras siempre encendidas y avisos relampagueantes de Facebook, el tiempo ha sido arrancado a sí mismo y arrojado sin clemencia alguna al abismo de su misma antípoda: el no-tiempo, lo in-mediato, es decir, el lugar “sin”, el lugar imposible de habitar porque señala justamente -si la ausencia puede señalarse- la inexistencia de lo que media, de lo que discurre, de todo lo que acontece o podría acontecer entre un beso y otro, entre el gesto y una mirada, entre un nacimiento y el fallecimiento.
Sin tiempo tampoco hay mar; se borra la travesía entre orilla y orilla. No hay puerto dónde anclar. Se pierde el enigma del bucear, del mar adentro, del mar abajo; y ya no hay cómo aflorar, flotar y abandonarse en el oleaje de las mañanas. Porque el tiempo es eso, es río, es la vida misma, es un cuerpo a lo largo de los años, es un pueblo a lo largo de los siglos.
No obstante, felizmente, subsisten todavía algunas formas, como antiguas piezas de relojería en desuso, de asirlo y detenerlo, e incluso arrebujarse dentro de él para percibirlo en toda su calidez y magnitud. La ritualidad, por ejemplo.
A través de ceremonias sagradas que se comparten en comunidad y se repiten al compás de las estaciones, marcando la cadencia de los ciclos, se logra atrapar además de la lluvia y el viento el paso del mismo tiempo, para luego marcarlo, rumiarlo y decir “aquí estamos, aquí seguimos, de aquí somos”.
Tal parecen hacerlo estas mujeres-agua que, sumergidas en el río con sus cabellos destrenzados, sus flores y las jícaras colmadas de recuerdos y deseos, regresan así a su origen y a su íntimo linaje: abuela, madre, niña, amiga.