Saturnino Herrán: el pintor mexicano que retrató la identidad nacional antes que los muralistas
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Saturnino Herrán: el pintor mexicano que retrató la identidad nacional antes que los muralistas

Antes de los muralistas existió Saturnino Herrán, un pintor que se quitó el velo de la Academia Europea y miró hacia el pueblo mexicano del que formaba parte.


Saturnino Herrán: el pintor mexicano que retrató la identidad nacional antes que los muralistas | El Imparcial de Oaxaca

Mientras los mexicanos, guiados por los ideales porfiristas hacían lo necesario por parecer franceses modernos, Saturnino Herrán se dejó cautivar por el mundo prehispánico y la herencia del virreinato para entender quién era el mexicano moderno. Tal como cuando queremos conocer y describir a un extraño, y para hacerlo hay que indagar en su pasado y descubrir qué lo ha llevado hasta estar ahí y coincidir con nosotros. Eso mismo hizo Saturnino Herrán al rastrear un alma nacional y entenderla para poder dedicarle su vida y su pintura.

Saturnino Herrán, creador de símbolos nacionales, es uno de los artistas patrimoniales de México junto con Diego Rivera, Siqueiros, José Clemente Orozco, Gerardo Murillo “Dr. Atl”, José María Velasco y Frida Kahlo. Ello a pesar de su corta carrera, pues el cáncer de esófago le arrebató la vida a los 31 años de edad, en un sanatorio de Santa María la Ribera.

Saturnino Herrán nació en Aguascalientes en 1887, hijo único de José Herrán y Bolado un personaje polifacético en la historia de México: político, periodista, poeta, empresario, campeón nacional de ajedrez e inventor. Saturnino llegó con su familia a la Ciudad de México cuando su padre fue designado Diputado Federal. Su padre murió dos años después de mudarse a la capital y su madre decidió quedarse con su hijo para tratar de rescatar las patentes de su esposo, lo cual finalmente no sucedería. Sin embargo para ese entonces, Saturnino ya destacaba como dibujante, con tan sólo 15 años de edad.

Deciden inscribirlo en la Academia de San Carlos con el profesor catalán Antonio Fabrés, quien le hace una prueba al joven que sorprendía por su genialidad nata, razón por la cual el maestro no lo inscribe en el grupo de Estudios Preparatorios sino en el de Estudios Superiores. Sus compañeros de clase fueron artistas como Diego Rivera, Roberto Montenegro, Alberto Garduño, una generación que escribiría la historia de la vanguardia mexicana.

Herrán construyó antes que otro pintor una iconografía de lo mexicano, una estética de lo indígena en escenas populares de carácter costumbrista, enfatizando los contrastes lumínicos y una paleta cromática opaca, aunque con audaces combinaciones en las composiciones.

Su obra sigue el lenguaje del naturalismo, con tintes del modernismo y el realismo, de la mano del movimiento simbolista. La religiosidad fue tema central, con personajes alejados de la sociedad moderna sumidos en un estado espiritual. Así como los paisajes que enfatizan lo espectral, lo solitario, lo frío y lo poético. Saturnino se dedicó a plasmar imágenes contemporáneas de la vida cotidiana, con una mirada mística, característica del modernismo que desafió la visión académica y cambió el paisaje tradicional por los lugares envueltos en un aura de misterio y magia, retratados con el claroscuro del neoimpresionismo. Ya no era la la belleza del paisaje mexicano lo que inspiraba a Herrán, sino su interpretación sensorial y emocional del país que habitaba.

Por eso Saturnino se acercó a las costumbres populares y a las comunidades indígenas, los más marginados de México y descubrió aquella cosmogonía particular reflejada en los vestigios del mestizaje en términos religiosos. Del progreso de Porfirio Díaz, Herrán pintaba el contraste que perfiló poco a poco su camino hacia “La Ofrenda” de 1913, una de sus más grandes piezas. Saturnino no retrató la diferencia de clases como una crítica sino un retrato íntimo y verídico del México que se negaba a sí mismo.

Lo que distingue a Herrán de toda su generación de artistas es que se quedó en México -a diferencia de quienes partieron a aprender de las vanguardias europeas- y pudo adentrarse en las letras latinoamericanas que relataban la vida cotidiana con la misma melancólica atmósfera de sus colores; publicaciones como Santa de Federico Gamboa, los poemas de Ramón López Velarde, y las letras del historiador del arte novohispano Manuel Toussaint que escribía acerca de rescatar el bagaje cultural de España que heredamos después de más de 300 años en nuestra cultura.

Además, Herrán trabajó desde 1907 en el departamento de Arqueología del Museo Nacional, por lo que estudió el pensamiento indígena desde una rama científica, desde lo que la antropología social documentaba a partir de cómo era el mundo prehispánico. Resulta interesante pensar que a Saturnino le intrigará entender a los habitantes del México profundo, en un contexto en que la mayoría de la población -sobre todo en la CDMX- le temía a las comunidades indígenas porque la Revolución Mexicana había iniciado, y el miedo se acercaba junto con los zapatistas que ocuparon Milpa Alta, Tláhuac y Xochimilco. México estaba en guerra en un mundo sin ley y la gente abandonaba la capital porque sabía que en cualquier momento los revolucionarios llegarían a arrasar con sus casas, violar a las mujeres, destruir y saquear comercios.

“Si en el porfiriato temprano el indígena era marginado como aquél que no se quería subir a la senda del progreso, del positivismo, del mundo racional. En los momentos de la Revolución es marginado porque es la violencia misma de años de explotación. Y sin embargo Saturnino Herrán sigue retratándolos en sus escenas costumbristas”. Victor Rodríguez Rangel, curador.

Pero si de mitos están hechas las narraciones escultóricas y pictóricas del Renacimiento europeo, el simbolismo de Herrán retomó el mestizaje hasta indagar en lo más profundo del ser mexicano. Él descubrió que no hacía falta negar ni alejarse del lenguaje neoclásico, sino utilizarlo para contar lo que la cotidianidad nacional vivía y dejar de replicar historias ajenas que desviaban la mirada de nuestra propia realidad.

Por eso en su obra conviven el México rural y el urbano, la clase indígena y la clase trabajadora y obrera que construía y transformaba las ciudades. Pero además destaca en sus obras la sensación de melancolía, incorporando lo que entonces era considerado vanguardista: el art nouveau, el impresionismo y elementos del movimiento simbolista, no sólo en lo formal sino en los contenidos. El desnudo, las luces, los mitos forman parte de la obra del más mexicano de los pintores, cuyo legado se expone actualmente en una exposición en el Museo Nacional de Arte MUNAL. Te compartimos algunas claves sobre sus obras más importantes antes de que las visites en las salas del museo.

Su obra más conocida es una metáfora simbolista del devenir del tiempo

¿Qué hay después de la muerte? Es la pregunta que plantea esta obra simbolista, a través de un concepto pictórico conocido como las tres edades estilográficas, para narrar la metáfora del devenir de la vida con un estilo propio en una escena lacustre con el protagonismo de una familia indígena. Así, Herrán parte de un tema universal y lo convierte en un relato local evocando personajes de todas las edades: un bebé, una niña, la madre, el esposo joven con la fortaleza que le da el peso a la composición, y los ancianos retratados a la manera de Zuloaga y la escuela realista española, herencia del modernismo español que llegaría a México desde finales del siglo XIX y que en términos pictóricos fue predilecta de Porfirio Díaz.

La canoa navega en el lago de Xochimilco -y eso lo sabemos porque Herrán pinta al Cerro de la Estrella- hacia una ceremonia fúnebre, con sus tripulantes cargados de flores de cempasúchil. En esta escena existe un simbolismo indígena, reflejo del mundo mesoamericano que sobrevivía en comunidades aisladas, ausentes, señaladas como ignorantes por la tecnocracia que los consideraba fanáticos anclados en el catolicismo mezclado con cultos antiguos. Para los artistas humanistas y simbolistas como Herrán resulta interesante reconocer la religiosidad indígena, mientras los decadentistas y simbolistas europeos con la idea del progreso señalaban la falta de religión que se perdía en pos de un mundo material sin espiritualidad. Saturnino sabía que los indígenas a pesar de su marginación y pobreza no perdían la fe y eso es lo que hacía que no perdieran su identidad cultural.

Saturnino Herrán, La ofrenda, 1913. Museo Nacional de Arte, INBA

Cabe mencionar que el Cerro de la Estrella, no es solamente un gesto para la ubicación geográfica de la obra, es un acto simbólico, pues a ese cerro se le llamaba en tiempos de los Aztecas el Huizachtepetl o cerro del huizache, nombre de un árbol que abunda en esa región. En el mundo mesoamericano ello respondía al ciclo de un calendario que duraba 52 años, e inspiraba un rito en el cual los sacerdotes subían al cerro para vigilar si esa noche se acabaría el mundo: el cuarto sol. Ellos prendían una hoguera cuya luz llegaba a toda Mesoamérica y se hacía una gran fiesta al darse cuenta de que la humanidad no se acababa aún y empezaba un nuevo año.

Así La ofrenda es el retrato del devenir de la vida, un concepto europeo humanista afianzado por el genio de Saturnino Herrán en una escena indígena de carácter local, en una construcción simbólica de una cosmogonía que quedó enterrada por la llegada de la civilización europea.

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Herrán sabía que la esencia de México era mujer

En 1914 Saturnino se casó con Rosario Arellano -cuatro años antes de su muerte- y fue ella su modelo para obras como “La Tehuana” y “La dama del mantón”, retratos de estética sensualizada, porque Herrán no pinta a la femme fatal sino a la seducción misma.

La psicología del alma nacional en la pintura de Herrán adquiere el cuerpo de las criollas retratadas con el erotismo del nouveau. Las mujeres se convirtieron en alegorías de las raíces de la mexicanidad, en juegos simbólicos entre la desnudez como la abundancia y fertilidad, representación de la tierra como progenitora de la identidad nacional. No se trataba de erotizar a las mujeres como una Venus ideal neoclásica, sino a las mexicanas reales. Ese sería quizá el primer esbozo de la belleza mexicana sin estereotipos en el arte.

El mural más mexicano jamás fue realizado

Nuestros dioses sería una extraordinaria obra, en la que Herrán mostraba su postura frente al problema de la identidad mexicana, porque aseguraba que México debía ser visto como una amalgama que no permite distinguir sus componentes originarios, como el producto de una compleja fusión, como una magnifica unidad, resultado del largo proceso de la cultura universal.

Así, este mural retrataría la historia de las dos conquistas: la de las armas y la de las almas. Y para ello tomaría a una figura que Octavio Paz entendió como una mediadora, al afirmar que “en el siglo XVI la imaginación religiosa nos reveló una figura de mediación, la Virgen de Guadalupe. Misteriosa, profunda y plena, es mediación entre el Viejo y el Nuevo Mundo”.

Saturnino no oculta la naturaleza sangrienta y violenta del encuentro entre ambas culturas, en el mural que sería parte del Teatro Nacional, actual Palacio de Bellas Artes. De la ambiciosa obra sólo quedaron los bocetos que muestran al tríptico que de un lado representa a los indígenas en adoración y del otro a los frailes y nobles españoles en la misma actitud de veneración, pero la mayor elocuencia y genialidad está en el que sería el panel central, el objeto de veneración que une a indígenas y conquistadores. Al centro, mexicanos y españoles observan a la Coatlicue, la madre tierra de todos los dioses y seres humanos, en ella la vida y la muerte se unen en el collar de corazones humanos que rodea su cuello, y de ella emerge como fruto de su vientre Cristo crucificado, en el sufrimiento que une ambas cosmologías, en este retrato del sincretismo religioso que fue la poderosa arma del mestizaje. La fe que fue el pilar para el pensamiento del México actual.

La muerte lo sorprendió antes de que esta obra pudiera terminarse.

La primera exposición individual de Saturnino Herrán fue póstuma, en 1919 y fue una muestra que presentó la totalidad de su obra. A su muerte faltaban tres años para que Vasconcelos encargara a Roberto Montenegro el primer mural de la Escuela Mexicana y a Diego Rivera, el mural del anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria, hecho que se considera en la Historia como el nacimiento del muralismo. Hoy, el Museo Nacional de Arte MUNAL le rinde un homenaje al pintor más mexicano a través de cinco núcleos temáticos y más de 80 obras -49 de Saturnino Herrán- en la exposición Saturnino Herrán y otros modernistas que podrás visitar hasta el 24 de febrero de 2019.

No te pierdas Saturnino Herrán y otros modernistas, exposición que conmemora al pintor a cien años de su fallecimiento a través de una reflexión en torno a su obra y su contexto sociocultural.