Ventana Fotográfica: 1×300
Las bibliotecas no son lugares inocuos.
Introducirse en ellas supone siempre un gran riesgo de encantamiento, hipnotización e incluso, en numerosas ocasiones, de inevitable sobrecogimiento. Y más aún si se trata de bibliotecas especializadas en arte. Éstas se hallan pobladas por un sinfín de seres y objetos ocultos que dormitan apacibles al interior de los libros cerrados; allí adentro se recuestan a sus anchas sobre las hojas sembradas de formas, tonos y signos, a la vez que estiran sus extremidades a lo largo de palabras claves, abandonando su levedad y su extraña gravedad al capricho de las leyendas al pie de las páginas.
Así permanecen en sacrosanto silencio, ajenos a los pasos de los incautos que recorren los anaqueles atestados de volúmenes, escudriñando cada uno de los lomos que se ofrecen a los sentidos como carnaza fresca: Goya, Kusama, Basquiat, Bourgeois… Sucesión sinfónica de artistas… Hasta que se detienen frente a uno en específico, estiran la mano y, como recurriendo al infalible reconocimiento táctil, repasan con el dedo el nombre escogido, letra por letra: G-O-T-T-F-R-I-E-D /H-E-L-N-W-E-I-N. Luego lo toman y, como cualquier creyente que abre la biblia, lo despliegan con suma parsimonia sobre la mesa de madera barnizada.
Entonces, sacudidos por el aire y la luz que de repente los invaden, los seres y objetos misteriosos despiertan, se incorporan, se desentumen y empiezan a levitara su antojo en el aire con el solo fin de llenar los ojos de quien los mira. Y esos ojos que los miran ya no ven lo que ven todos los días; ven ahora a Saturnos devorando a sus hijos, arañas enormes meciendo a mujeres, tótems antillanos junto a las Torres Gemelas, lunares y esferas que brotan como flores en jardines de cemento o el rostro de una niña judía, lívida por el espanto.