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Las tortugas no rompen huevos al caminar


Ventana Fotográfica: 1×300 | El Imparcial de Oaxaca
Sueño de un Golfino. Playa de La Escobilla, Oaxaca, 2012. Foto de Jorge Douglas Brandon Pliego. ©

Hay, cariño mío, ciertos seres que parecieran conciliar sin heridas los opuestos de esta vida. Las tortugas, por ejemplo. A nosotros, los humanos, tal vez nos falte tiempo para lograrlo; o tal vez silencio. Si no habláramos tanto, si nos replegáramos tantito detrás de nuestros corazones, si no farfulláramos tantas palabras como si cargáramos siempre con el miedo a que sobrevenga la muerte, quizás, lograríamos caminar sin tanto quebranto.

Las tortugas no rompen huevos al caminar. Los ponen. Viven en el mar y siembran huevos por millares en la tierra: escarban en la arena, los depositan y —con sumo cuidado— los recubren. Luego se marchan. No los incuban. Se regresan al mar porque el mar es su casa. Las tortugas anidan fuera de su casa. Se puede anidar pues fuera de casa.

La casa, la mía, la tuya, la nuestra, no tiene por qué ser de cal y arena. Puede ser de agua, puede ser de sal.

Las tortugas llegan de noche y se marchan de día. Arriban silentes a la playa oscura. No quieren que las vean. Llegan cargando en su lomo las estrellas. Ya vacías, cuando el cielo se abre en dos y se asoma el sol, asen las olas y se van. La noche, cariño, no sirve solamente para trepanar el vacío. Sirve también para envolver millares de embriones alistándose para largas travesías.

Las tortugas siempre están partiendo: de adulta y de cría, al desovar y al nacer, caminan tras el brillo del océano. Ahí se sumergen, ahí nadan, ahí se abrazan. Sin embargo, saben igualmente de retorno: cuando están cargadas de huevos, emergen para poner ahí, justo ahí, en la playa donde ellas mismas iniciaron su camino original. Como péndulo. Como ofrenda. Como tributo. Partir no es igual que el olvido… ¿no es así, amor mío?